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Un pacto entre guerreros

Militares, policías y miembros de las Farc aprendieron a trabajar juntos para mostrarle al país que la reconciliación es posible. Sin discursos, dejando a un lado la ideología, y reconociendo al ser humano que había en su antiguo enemigo, dieron testimonio de perdón con gestos concretos de paz.

Gloria Castrillón / @glocastri
24 de diciembre de 2017 - 04:00 p. m.
 El general Javier Flórez saluda a un grupo de guerrilleros de las Farc durante la movilización de los combatientes hacia las zonas veredales donde se concentrarían para hacer la dejación de armas. / EFE
El general Javier Flórez saluda a un grupo de guerrilleros de las Farc durante la movilización de los combatientes hacia las zonas veredales donde se concentrarían para hacer la dejación de armas. / EFE
Foto: EFE - Mauricio DueÒas CastaÒeda

A finales de enero de 2017 las imágenes le dieron la vuelta al mundo: guerrilleros de las Farc, uniformados y armados, estrechaban la mano de los militares que escoltaban su paso hacia las zonas veredales donde dejarían las armas. La incredulidad daba paso a la admiración: ¿cómo era posible que aquellos que se combatieron por cinco décadas fueran capaces de un día para otro de pasar la página y saludarse de manera efusiva?

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Para algunos fue la demostración de que la reconciliación era posible; para otros fue un acto inconcebible e imperdonable (algunos uniformados fueron sancionados por publicar selfies con guerrilleros). Lo cierto es que esos gestos espontáneos correspondían a un momento crucial e histórico: el comienzo del fin de la guerra con la guerrilla más antigua del continente.

Esas fueron las primeras expresiones públicas que daban cuenta de que algo estaba cambiando en la Fuerza Pública, pero en realidad la transformación había empezado años atrás. En octubre de 2012 se creó la Mesa Asesora de Defensa, compuesta por oficiales activos y de la reserva activa de las Fuerzas Militares y la Policía, acompañados por el Viceministerio de Defensa y algunos civiles expertos en resolución de conflictos. Su función era apoyar al equipo negociador del Gobierno y específicamente al general Jorge Enrique Mora Rangel. Allí empezaron a analizar modelos de cese al fuego y desarme y la forma de participación del estamento militar en el proceso.

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Pero sería a partir del 5 de marzo de 2015 –día en que se instaló la subcomisión técnica del fin del conflicto– que “el chip de la guerra” empezaría a cambiar en algunos uniformados. Ese día, por primera vez en la historia de Colombia, cinco generales y varios oficiales de la Fuerza Pública se encontraron frente a frente, en La Habana, con una decena de guerrilleros –los más avezados en combatir al Estado– a los que habían perseguido durante décadas. Su misión era acordar los detalles del cese al fuego bilateral y definitivo y las condiciones para el desarme.

La desconfianza mutua marcó los primeros encuentros, pero con el paso del tiempo la relación entre los guerreros de lado y lado pasó del choque entre dos visiones diametralmente opuestas sobre cómo terminar la guerra, a la concreción de un modelo de cese al fuego definitivo “a la colombiana”. A los estándares aprobados por Naciones Unidas, el grupo de militares, policías y guerrilleros le agregaron varios elementos novedosos: la inclusión del enfoque de género, un protocolo de seguridad antes de que se iniciara el desplazamiento de las unidades guerrilleras hacia la concentración, y la creación de un mecanismo de verificación tripartito (Hobierno-Farc-ONU).

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Hubo dos hechos inéditos antes de que el país viera estas imágenes de guerrilleros y militares trabajando juntos para desatascar carros y remolcar lanchas. El primero ocurrió el 6 de septiembre de 2016, en la ciudad de Popayán. Ese día, cerca de 80 personas que integrarían el Mecanismo de Monitoreo y Verificación se concentraron durante una semana para estudiar los protocolos acordados en La Habana. Allí se dio otro gran acto de reconciliación, en palabras del vicealmirante Orlando Romero, quien encabezó ese mecanismo por parte del Gobierno: las partes redactaron un código de conducta para el trabajo conjunto, que entre otras cosas preveía el respeto a las opiniones de los otros integrantes, la prohibición de ingerir bebidas alcohólicas, el compromiso de ir bien presentados, de buscar el consenso y de acudir a las Naciones Unidas cuando no lo lograran.

Pero para llegar a ese acuerdo el camino no fue fácil. La tensión de las primeras horas se hacía insoportable. No se hablaban, las miradas no se cruzaban, cada grupo iba por su lado, hasta que los tres jefes dieron una orden inapelable: se sentarían mezclados durante las clases y las comidas, harían grupos de trabajo mixtos y asistirían a unas dinámicas de grupo orientadas por unos sicólogos.

 

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Al tercer día el panorama era otro: grupos mixtos de guerrilleros, militares y policías terminaron en el piso, amarrados de los pies y con una risa incontenible ante la exigencia de las pruebas que los retaban a trabajar en equipo, a colaborar. Al finalizar esta jornada de capacitación, sucedió otro hecho que demostraría la madurez a la que habían llegado las partes: un general le devolvió a Carlos Antonio Lozada unas fotos de su familia que los militares habían encontrado durante la operación militar en la que el comandante guerrillero salió muy mal herido. El hecho se sumó a varias charlas entre unos y otros reconstruyendo los relatos de las operaciones militares en las que se habían perseguido mutuamente.

Y aunque de ahí en adelante no faltaron los incidentes, hubo pocas violaciones graves al cese al fuego bilateral y, de todas maneras, ninguna puso en riesgo el proceso. Por el contrario, las relaciones de confianza entre guerrilleros y fuerza pública se fortalecieron con cada problema que debían solucionar juntos. El primero fue el de la seguridad: cerca de 80.000 efectivos de las Fuerzas Militares se movilizaron cerca de las 26 zonas veredales para brindar seguridad a casi 7.000 combatientes de las Farc que emprendieron la marcha final rumbo al desarme, en un operativo nunca antes visto en el mundo.

En varias ocasiones, miembros de la Policía tuvieron que recoger y entregar documentos en los juzgados o fiscalías para facilitar la salida de la cárcel de combatientes de las Farc que fueron capturados en labores de pedagogía del proceso, ya que durante algunos meses existió un vacío legal frente a su situación jurídica. Mujeres de las Farc fueron evacuadas en vehículos oficiales del Ejército ante una emergencia de salud en su embarazo o con sus bebés. Los guerrilleros ofrecían agua y comida a los ingenieros militares que trabajaron abriendo las carreteras hacia las zonas veredales. Varios miembros de la Policía sirvieron de escoltas de los jefes guerrilleros incluso antes del desarme y reconocieron en sus antiguos enemigos seres humanos que como ellos tenían sueños, miedos y metas por cumplir. Durante casi cuatro meses tuvieron que vivir, en difíciles condiciones y bajo una misma carpa, guerrilleros, militares, policías y observadores de la ONU del MM&V que se desplegaron en las zonas veredales.

Anécdotas hay por miles, amistades nuevas tal vez hay varios cientos. No es fácil para algunos miembros de la Fuerza Pública reconocer esos lazos de hermandad que se tejieron durante este año, sienten que el país no está listo para entender que los guerreros, aquellos que dispararon sus armas contra otros colombianos, pueden perdonar y encontrar el camino hacia la reconciliación.

Para constancia histórica queda la evidencia de que hoy, al final del primer año del proceso de paz, cerca de 14 mil hombres de la Fuerza Pública siguen en los Espacios Territoriales de Capacitación casi como único articulador con otras entidades del estado, velando por la seguridad de los excombatientes.

Por Gloria Castrillón / @glocastri

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