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Las causas de la inestabilidad en el Cauca

El director del Centro de Estudios en Seguridad y Paz explica por qué la crisis que atraviesa el departamento es una consecuencia de la incapacidad histórica de construir políticas de Estado y no de gobierno.

Néstor A. Rosanía
24 de marzo de 2019 - 03:20 a. m.
Los bloqueos en la vía Panamericana han ocasionado fuertes choques entre la Fuerza Pública y los manifestantes de la minga. / AFP
Los bloqueos en la vía Panamericana han ocasionado fuertes choques entre la Fuerza Pública y los manifestantes de la minga. / AFP

La situación actual en el norte del departamento del Cauca, enmarcada en los bloqueos y enfrentamientos durante la minga social indígena, tiene dos variables: las demandas históricas sobre el uso y la posesión de la tierra y los derechos de las comunidades indígenas; y la presencia en el territorio de diferentes grupos armados ilegales que se disputan las zonas de vacío que quedaron tras la dejación de armas de las Farc, con el jugoso monopolio de los cultivos de coca y marihuana.

Prueba de las falencias en la primera variable son las protestas indígenas que iniciaron el pasado 10 de marzo y derivaron en el bloqueo de la vía Panamericana. Los manifestantes le exigen al Estado que cumpla el acuerdo firmado con el gobierno de Juan Manuel Santos en el decreto 1953 de 2014, donde se aseguraba que se iba a duplicar el financiamiento destinado para los proyectos de las comunidades. Sin embargo, el gobierno de Iván Duque ha manifestado que no se tienen ni el presupuesto ni la capacidad institucional para la ejecución y, por ende, no es viable cumplir estos compromisos.

Este hecho refleja claramente el error histórico del Estado colombiano frente a su incapacidad de construir políticas de Estado y no de gobierno; no se da continuidad para la creación de una política pública, hecho que deriva en un incumplimiento constante de los compromisos pactados con las comunidades, siendo la causa raíz de estos levantamientos. Los gobiernos adelantan negociaciones con diferentes sectores, pero en el momento de la implementación cumplen parcialmente los acuerdos o simplemente no los cumplen. Sumado a lo anterior, está el abandono histórico estatal, lo cual resulta ser el espacio propicio para que se genere un desconcierto que es aprovechado por las organizaciones ilegales.

De manera acertada, desde la política de seguridad y defensa se plantea la necesidad de no limitar la estrategia a una “ocupación militar del área”, sino que se debe avanzar con una “ocupación institucional”, que se traduzca en presencia con infraestructura, proyectos productivos, salud, vivienda, servicios públicos y educación, entre otros. Como este escenario ideal no avanza, la segunda variable de desestabilización del departamento gana cada vez más terreno, y es allí donde reaparecen y se fortalecen los grupos armados, y no solamente los históricos que operaban en la zona, sino las nuevas estructuras ilegales que han entrado a disputarse el territorio a sangre y fuego.

De nuevo se observa que la violencia llega a municipios como Santander de Quilichao, Caloto, Corinto, Jambaló, Tacueyó y Toribio, que tuvieron una esperanza de paz que hoy comienza a desvanecerse. Se trata de poblaciones que han vivido en medio de la violencia por décadas, coexistiendo con múltiples grupos armados ilegales. Desde las épocas de la conformación de la primera guerrilla indígena en Latinoamérica (el Quintín Lame), pasando por la presencia de Autodefensas, Farc, hasta los actuales frentes como el Libardo Mora Toro (Los Pelusos), las disidencias del frente sexto de las Farc y algunas unidades del Eln.

Estos territorios se convirtieron en un lugar atractivo para los grupos armados por dos razones: el crecimiento en la región de la producción de cultivos de hoja de coca y marihuana y la característica especial que tiene allí el negocio del narcotráfico, pues la cadena logística —que va desde los semilleros, cultivos y laboratorios hasta el puerto— es muy corta y los costos y riesgos para los traficantes son menores.

Adicional a esto el precio de la pasta base de coca ha venido en aumento. Para 2018 el precio promedio del kilo estaba en un rango de $1’600.000 a $1’800.000. Hoy en día el mismo kilo se consigue en $2’400.000. La mayor ganancia para los grupos armados está en el “gramaje”, es decir el impuesto que cobran a los laboratorios sobre cada kilo de clorhidrato de cocaína que producen.

El precio promedio del gramaje está en $150.000, es decir que un solo laboratorio que produzca una tonelada de clorhidrato mensual estaría pagando alrededor de $1.500 millones mensuales al grupo armado que tenga el control de la zona.

A eso se suma que estos grupos no superan los 200 hombres en armas y, gracias a la tributación que les da el narcotráfico, han tenido la capacidad de comprar armamento nuevo, pertrechos y equipos de comunicaciones. Según testimonios entregados por algunos pobladores de la zona, cambiaron los viejos fusiles AK 47 por fusiles M4, un arma americana que en el mercado negro cuesta alrededor de $25 millones.

La consecuencia de todo este escenario es el inicio de una nueva espiral de violencia y la reactivación de los enfrentamientos no solo entre las organizaciones ilegales, sino con la Fuerza Pública que intenta reprimir el avance de los ilegales.

Por Néstor A. Rosanía

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