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Ríos y silencios: una exposición de arte sobre la guerra

El artista Juan Manuel Echavarría expone “Ríos y silencios”, una continuación de su muestra del 2009 “La guerra que no hemos visto”. De este modo, sigue trabajando de la mano de víctimas y victimarios.

Tomás Uprimny Añez
27 de diciembre de 2017 - 02:00 a. m.
Juan Manuel Echavarría posa con parte de la obra que se expone en el Mambo a su espalda. / Mauricio Alvarado
Juan Manuel Echavarría posa con parte de la obra que se expone en el Mambo a su espalda. / Mauricio Alvarado
Foto: MAURICIO ALVARADO

Expresiones de arte como las de Juan Manuel Echavarría logran que aquellos que no hemos sido tocados directamente por la guerra, logremos entenderla.

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¿Seríamos capaces de quedarnos en silencio durante 993 días? Suena imposible, incluso inhumano, pero esa sería la cantidad de tiempo que estaríamos sin hablar si a cada víctima de nuestra guerra le dedicáramos diez segundos de silencio. Sí, únicamente diez segundos por cada una de las 8’581.339 víctimas registradas, nos llevarían a estar en silencio durante aproximadamente tres años. Estamos acostumbrados a pensar en números pequeños y cada vez que debemos imaginar grandes distancias o largos períodos de tiempo, nuestro cerebro comienza a engañarnos. ¿Qué son ocho millones y medio de víctimas? Son suficientes personas para llenar El Campín 213 veces y media. Es el equivalente a la población entera de países como Suiza o Israel.

Esta monstruosa cifra de víctimas esconde un pasado atroz: catorce modalidades diferentes de violencia, según el Grupo de Memoria Histórica, dentro de las cuales encontramos 220.000 muertos, casi 70.000 desaparecidos, siete millones de desplazados internos, miles de casos de violencia sexual y otros varios datos que nos encogen el corazón. Colombia fue hasta el comienzo de este milenio no sólo el mayor productor mundial de cocaína, sino también el país que más libros exportaba. Nuestra historia ha estado dividida en esa dualidad: una institucionalidad de la que nos jactamos y una violencia que nos hace tristemente famosos.

Sobre esto trata el último trabajo del artista Juan Manuel Echavarría, titulado Ríos y silencio, expuesto en el Mambo hasta el 7 de enero del 2018. Echavarría decidió hacer una continuación de su exposición del 2009 La guerra que no hemos visto y, de este modo, seguir trabajando de la mano de víctimas y victimarios. Una sala de la exposición llama la atención: se trata de un cuarto oscurísimo de 4x4, donde hay un pequeño banco para tres o cuatro personas que queda justo enfrente de una pantalla. Después de sentarse, y luego de unos largos segundos de silencio absoluto, en la pantalla aparece el rostro de un hombre negro, quien comienza a cantar, pero no una salsa, ni un bambuco ni tampoco una cumbia, sino que canta su experiencia, su memoria. Es un canto de lo que él vio el 2 de mayo del 2002, cuando una pipeta de las Farc estalló sobre una iglesia, en la cual un centenar de personas se habían refugiado de los combates entre el bloque Élmer Cárdenas de los paramilitares y el frente 58 de las Farc.

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Este hombre oriundo del Chocó no tendrá, calculo yo, más de 45 años y se llama Domingo Mena. Después de él vienen los hermanos Hernández, Dorismel y Nacer; luego Luzmila Palacio, Noel Gutiérrez, Vicente Mosquera y Rafael Moreno. Todos son víctimas directas de la guerra en Colombia. Cada rostro canta una historia impregnada de dolor y de terror. Son relatos de personas que han vivido el infierno en carne y hueso y han logrado salir de él para cantarles a quienes no hemos tenido el infortunio de vivir lo que es la guerra, que sí, que nos hemos matado entre colombianos y que desearían no acordarse de las atrocidades de las que se acuerdan, pero también nos recuerdan que es posible vivir en paz, que no matarse tampoco es tan difícil como creemos.

Así, los hermanos Hernández, sobrevivientes de la masacre de Aracataca, nos cantan, cada uno, el sentimiento de pensar que su hermano, aquella persona que ha vivido a su lado desde que se tiene conciencia, puede estar muerto. El señor Gutiérrez relata cómo fue tener que entrar a la iglesia de Bojayá instantes después de que el cilindro bomba estallara: “No lo puedo creer, no lo puedo imaginar, esto que en Bojayá haya podido pasar”, nos canta cara a cara. Luzmila Palacio, una víctima del desplazamiento del bajo Atrato, recita la manera cruel y despiadada con la cual los diferentes actores de la guerra desplazaron masivamente a toda una región y cómo los poderosos ríos del Pacífico colombiano se convirtieron en verdaderas tumbas de agua, pues una práctica común era la de tirar los cadáveres a los ríos.

El logro de Echavarría es ponernos enfrente de la crueldad y la humanidad de la guerra, en el sentido de que detrás de cada cifra y de cada homicidio y de cada familia desplazada hay una historia, y que esas historias merecen ser escuchadas para ponerle fin a este círculo de horror. Esto porque la nuestra ha sido, esencialmente, una guerra contra la población civil, como lo llama Pécaut, pues 81 % de los muertos han sido civiles. “En este conflicto muere más rápido un civil que un combatiente” , dice la periodista Juanita León.

Hay quienes en Colombia estuvieron decenios sin darse cuenta de que estábamos en guerra hasta que, un fatídico día, la guerrilla recluta a su hijo, o los ‘paras’ desaparecen a su marido, o el Ejército recluta a su otro hijo para que vaya a darle bala a su primer hijo que se fue con la guerrilla. La belleza del arte es que logra que aquellos que no hemos sido tocados directamente por la guerra comprendamos la urgencia de terminarla. Y esto no es menor, pues 62 % de los colombianos habilitados para votar no salió a las urnas el 2 de octubre del 2016.

El arte de Echavarría combate la indiferencia de una Colombia urbana que no ha logrado, no ha podido y no ha querido solidarizarse con el resto del país rural. A través del arte no lograremos comprender lo que es perder un hijo, claro que no, pero tal vez podamos entender la importancia de trabajar por un país “donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad”. Y ese es el arte de la guerra que realmente necesitamos, no aquel de Sun Tzu sobre cómo hacerla, sino este de Echavarría sobre cómo comprenderla.

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Por Tomás Uprimny Añez

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