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San Vicente del Caguán: historias sin rostros y voces sin eco

Estas son las historias de tres familias despojadas de sus tierras por órdenes de unos hombres armados, “guerrilleros” dicen ellos, que sin mediar palabra atinaron a darles no más de tres días en el mejor de los casos para recoger sus objetos personales y salir de la región sin mirar atrás.

Laura Rey
29 de julio de 2016 - 11:48 p. m.
San Vicente del Caguán: historias sin rostros y voces sin eco

San Vicente del Caguán ha estado durante años en el centro de la opinión pública como referencia obligada al hablar de conflicto armado colombiano, sus consecuencias y los fallidos intentos por establecer la paz. Esos fracasos ahora se podrían repetir, pues nuevamente el municipio hace parte de las zonas neurálgicas en el proceso de paz entre el Gobierno y las Farc: algunos metros cuadrados de su terreno se eligieron para establecer una zona campamentaria de la guerrilla, dentro del proceso de reinserción a la vida civil de sus combatientes.

Pese a tan importante papel, no es posible olvidar los relatos de campesinos que sufrieron directamente los horrores de la violencia en esta zona del país, y que aún hoy, no logran reponerse del daño causado, pues sus vidas se mantienen sumidas en las consecuencias de dolor, miseria y temor. Campesinos que mantienen viva su historia, mientras tejen de la mano con las instituciones del estado nuevas oportunidades para reconstruir su futuro y el de sus familias, y que luchan por que sus voces no queden en el olvido:  

La misión no era sencilla, llegar al corazón de este municipio, cuna de gente buena, amable y trabajadora, y encontrar esos gritos silenciosos que cientos de campesinos de las zonas rurales aledañas, hacen diariamente en busca de razones que justifiquen el despojo de sus tierras, el temor a denunciar y a enfrentarse a la muerte, la eliminación de una posibilidad de vida digna en el campo y todas las carencias que una situación de desplazamiento produce en las familias colombianas, y que como fenómeno inadvertido hace parte del diario vivir de esta zona del suroriente del país.

El temor actual de estos campesinos, que apenas unos meses atrás eran dueños y señores de sus tierras, con no menos de 12 años de permanencia en ellas, algunos fundadores que recuerdan con nostalgia las épocas en las que se enfrentaron a la montaña con machete en mano para despejar terrenos baldíos y allí construir su fundo, su rancho y su finca, es palpable en el ambiente. En sus ojos, el temor de ser identificados por la guerrilla al momento de dar las declaraciones, pero también la rabia y la angustia de haber callado por meses, de sufrir en silencio la miseria de la ciudad, las necesidades de sus hijos, la zozobra de sus verdugos, el silencio de las entidades encargadas de ayudarlos. Sus manos sudorosas, sus largos silencios ante ciertos temas o sus relatos en susurro ante otros, dan fe del miedo que existe al hablar de sus casos, al denunciar.

Tres protagonistas, con historias similares, tres familias despojadas de sus tierras por órdenes de unos hombres armados, “guerrilleros” dicen ellos, que sin mediar palabra atinaron a darles no más de tres días en el mejor de los casos para recoger sus objetos personales y salir de la región sin mirar atrás, dejando el fruto del trabajo de años y el futuro de sus hijos a la diestra de estos hombres desconocidos que sin ser autoridad legal, pero respaldados por sus armas y por las escenas de cientos de hombres y mujeres asesinados en estas tierras por no obedecer, hacen cumplir su voluntad como palabra sagrada.

Los recuerdos de Reinaldo

Reinaldo es un hombre de 44 años, oriundo de Puerto Rico, Caquetá. Vivía en la vereda el Alto Guaduas hacía 14 años, desde entonces su principal ocupación fue cultivar su finca para ofrecerle todo lo necesario a sus hijos. Recuerda como si hubiese sido ayer el momento en el que su sueño de un futuro en el campo se derrumbó con apenas algunas frases: “Ellos nos mandaron llamar, nos fuimos en medio de un aguacero … y llegamos a donde estaba el hombre,… y dijo: los mandamos llamar para que desocupen, en ustedes hay informantes del estado, entonces se nos van". No hay explicaciones, no hay razones que medien ante el poder de las armas: “Nosotros le suplicamos demasiado que nos dieran claridad y lo que nos dieron fue tres días,… que nos teníamos que ir”. Los ojos de este hombre de contextura robusta, brazos y manos fuertes y mejillas enrojecidas por el sol, al recordar estos momentos, se llenan de lágrimas, su voz se corta, como si el recuerdo de aquel día reviviera la angustia “…como le había pasado a otra gente que los echan y si no se van a los dos o tres días los fusilan y nosotros para evitarnos ese problema nos tuvimos que salir”.

Reinaldo sigue su relato intentando acordarse de cada detalle, y llega al momento en el que su espíritu fuerte se doblega ante la memoria de su hijo. Recuerda que apenas unos días atrás, habían pasado por su casa y se lo habían llevado, recuerda que no quería estar allá y que seguramente a causa de esto lo mataron: “mi hijo pasó una vez por la casa y suplicaba que lo soltaran, el chino tenía de 20 a 21 años, nacido y criado en la vereda, él no sabía nada…La nota fue que lo mataron porque disque él era un sapo, un informante del estado. Cuando yo me fui a ver con Pablo (Guerrillero que le ordena salir de la zona) hacía uno o dos meses que se lo habían llevado, yo todavía no sabía que lo habían matado, pero ya lo habían matado”. Es evidente, de acuerdo al relato de Reinaldo, que una vez dentro de estas estructuras ilegales, salirse es firmar una sentencia de muerte, “…porque él se voló una vez y ellos lo cogieron, él intentó volarse varias veces, hay muchas amistades que me cuentan que lo mataron”.

Después de este relato que enluta su corazón, retoma los difíciles momentos que le siguieron a la orden de abandonar la región intentando recordar las emociones que lo invadían “…es un momento de amargura… es dejar todo o regalar las cosas,… ellos no dejaron mover nada, después que ellos se dieron cuenta que nosotros estábamos vendiendo lo poco que teníamos, dijeron:… dejen eso quieto, eso lo cogieron ellos, en el documento tengo que habían 52 reses, todas no eran mías, habían unas del banco pero ellos las cogieron, alcancé a vender fue unos marranos”. Reinaldo intenta traer a su mente las últimas imágenes de la finca, tal como la dejó, a borde de carretera por un lado y borde de río por el otro, 225 hectáreas, cuatro de ellas con caña, una maicera, una platanera, un proyecto de cacao, reses, bestias, una casa con energía y agua, y todo lo necesario para vivir y mantenerse.

De este recuerdo, la historia pasa a la cruda realidad de una familia campesina en el casco urbano, sin nada adicional a una caja con sus elementos personales y un manojo de sueños rotos que ante la nueva realidad se convierten en expectativas de lo incierto, “…nosotros regresamos al municipio, un amigo me dió posada mientras me podía ubicar, pasamos a la personería, como a los 15 días nos dieron una remesita, decían que nos iba a dar abrigo, nada de eso se dio… …me toco irme de donde estaba arrendado para otro lado, ahora donde estoy es una parte muy pésima, no hay pozo séptico, malos olores, un ranchito para acabarse y estoy pagando ahí 120 mil pesos… …entonces día por día se ve uno muy afectado porque mira uno mucha gente miliciana directamente siguiéndolo a uno, observando las cosas, ya uno de viejo no piensa sino en sus hijitos, que llegue uno a faltar, qué será de esas criaturitas”.

En su relato, este humilde campesino habla de temas como el reclutamiento y las extorsiones, como temas habituales y comunes a la vida en el campo, situaciones que impiden el desarrollo y la tranquilidad de las familias, pero a las cuales se deben habituar si desean mantener su finca y a sus hijos en el campo “sabemos que hay gente que ellos engañan, muchos menores de edad y se los llevan, acá tengo un caso de una señora, una amiga que la mire en el pueblo y la saludé y le pregunte: que hace por aquí, y me dijo: le voy a contar, usted sabe que a mi hijo se lo llevaron obligado cierto?, dijo: allá lo tienen, es guerrillero, y vinieron y se me quedaron al pie de la casa y empezaron a hablarle al otro pelado, y mi hijo me cuenta que él quiere volarse, sino que no encuentra la forma… …entonces apenas me enteré de eso me les vine, me traje el chino y acá lo tengo en el pueblo… Eso es una cosa dura porque uno no tiene tranquilidad, de pronto el chino que se deja manejar, le dice uno: mijo no se vaya, no haga eso, no le ponga cuidado a esa gente, y de pronto ellos escuchan; pero el niño al que uno no le puede tener todo lo necesario, allá le prometen que van a tener todo y eso es mentira, es una gran mentira, entonces pueden meter los pies inocentemente. Si uno no deja que los hijos se vayan, de una vez le dicen a uno que no quiere colaborar con la revolución, que porque uno debe aportar los hijos allá… …Sobre extorsiones directamente lo hacen, usted tiene que pagar tanto, usted tanto y usted tanto y listo, eso es que para el sostenimiento de ellos”.

Omar, un perseguido

Omar es un hombre de 42 años, fundador de la misma vereda, oriundo de Doncello, Caquetá. Durante 19 años se dedicó a sacar adelante la finca y a sus hijos, encontrando en el campo la mejor opción para vivir. La dolorosa escena del desplazamiento la comparte con Reinaldo, así como la infame escena de la muerte de su hijo, también a manos de la guerrilla de las Farc. “Hace seis años también se presentó el problema con el hijo mío, porque ellos le metieron varios viajes a ingresarlo, a él no le gustaba y yo tampoco anhelaba que el se fuera por allá… …tenía como 14, 15 años y ya tenía mi estatura, en esa época ingresaban mucho la juventud, entonces yo por hacer más lo mandé para el pueblo donde la suegra mía y estuvo como dos meses y volvió… …al llegar dijeron que era un sapo del Ejercito, entonces le hicieron seguimiento, yo lo mandé para donde un vecino y por allá estaba como dos meses trabajando hasta que pasaron y lo cogieron, se lo llevaron y nosotros anduvimos por medio de la Junta hablando mucho por él y no fue posible y lo mataron, se sabía que lo mataron porque amigos que lo llevaron sabían que lo habían matado”. La impotencia que puede generar la pérdida de un hijo la manifiesta este hombre robusto, de manos y facciones gruesas, posiblemente a causa de las labores propias del campo y del sufrimiento que desde hace seis años no ha parado. Con su voz temblorosa y sus manos sudorosas y entrelazadas, que denotan entre otras cosas el desamparo y la impotencia de tener una historia como muchas en este municipio y en Colombia, sin la posibilidad de mostrarla por temor a ser asesinado.

En la historia de este campesino, la muerte de su hijo fue apenas el principio de una serie de eventos trágicos que han marcado su vida hasta el día de hoy. Con la indignación propia de saber el asesinato de su hijo, este hombre tomó la decisión de salir de la vereda y poner la denuncia, con la certeza de no regresar jamás, pero sus verdugos le habían seguido los pasos y no contentos con esta tragedia familiar lo obligaron a regresar buscando silenciar el clamor de un padre adolorido “pasaron cuatro meses cuando me llegó un panfleto, que tenía que irme para allá y si no me quitaban el otro hijo, yo tenía en esa época dos hijos grandes…, entonces me tocó regresar al área otra vez”, pero las amenazas nunca cesaron “…lo que ellos me dijeron cuando me mandaron a llamar era que yo estaba reuniendo un grupo de gente para pelearle a ellos… …que yo decía que la muerte de mi hijo no la aceptaba y que tenía un grupo de gente para pelearle a ellos… …como creen, ¡yo de donde voy a sacar gente!”.

A lo largo de toda la conversación, la humildad de este hombre era evidente en su postura, en sus palabras y en sus gestos, pero todo ello cambió cuando habló de quizá la única esperanza que guardaba de tener nuevamente a su hijo consigo, “un man que era muy amigo mío, me dijo que me iban a ayudar para que me entregaran el cadáver de mi hijo, de eso hacia como un año, y yo no sé quién, que lo veía a uno salir dijo que yo había pasado el informe de ese muchacho para que me lo pagara el estado, entonces me pegaron otro jalón grandísimo, no me dejaron ir al pueblo en unos días y los papeles cuando llegaron me tocó esconderlos y enterrarlos”. Un campesino colombiano que aún en su tierra y con el dolor de saber a su hijo muerto, debe cesar en su intento por recuperar su cuerpo ante la presión de las armas, observando impotente como el apoyo y la justicia en el campo dependen del bando o la asociación a la que pertenezca, “nosotros sabemos que el Ejercito varias veces ha cogido esos cabecillas, que tienen de líderes de ASCAL G, todos esos son puros de la guerrilla, los han cogido varias veces y eso cogen plata, firmas, y los de la junta: qué hay que hacer, que es un campesino. Si mantienen en la región, pero son puros de ellos, entonces sí luchan, pero si es uno que no es nada de ellos, etonces lo mandan matar”.

Al parecer esta difícil situación no es exclusiva de unas pocas familias, es un fenómeno generalizado que se opaca por el temor latente, ante la persecución y el seguimiento que hacen estos hombres, aún en el casco urbano de San Vicente del Caguán; “Se ve mucha gente desplazada en este pueblo, yo nunca me atrevo a preguntarles de dónde son, porque a veces los mandan es a hacerle inteligencia a uno, a ver uno qué dice. Mandan alguno a ver si uno se safa y le dice: meta papeles allí. Porque eso si el rumor se regó de que nosotros estábamos pidiendo apoyo al estado y nos dijeron que teníamos que irnos de San Vicente, ese rumor nos llegó como a los dos o tres meses, pero nos tenían bastante asustados porque yo decía: y ahora para dónde voy a coger”.  La zozobra y el temor no cesa para estas familias que, obligadas a conseguir alguna forma de sustento familiar en el casco urbano, deben mantenerse alertas a cualquier amenaza, seguimiento u orden que desestabilice nuevamente su tranquilidad o ponga en riesgo su vida.

Omar, al igual que Reinaldo, recuerda con los ojos enlagunados y la voz temblorosa los momentos de angustia previos al abandono de sus tierras, “todo lo que yo tenía se perdió…90 reses…mías solo eran 10. Al momento que nos dijeron, tienen tanto para que desocupen la región, uno no sabe dónde queda, la comida no le pasa, uno se acuesta a dormir y eso no puede, yo llamé a fulano y zutano a entregarle las cosas para no quedar con más problemas y lo que era mío si se perdió…. …tenía varias cosas de panela, tenía vaquitas, bestias, todo eso se quedó por allá”. Al preguntar por las posibilidades de volver, su respuesta es tácita; “… uno no puede, lo que es Losada para allá meter una pata, uno puede entrar pero la demora es que lo vean; y eso si lo han anunciado varias veces que nosotros no podemos entrar, como si de verdad nosotros hubiéramos sido unos enemigos”. Aquella tierra inhóspita pero tranquila que 19 años atrás lo recibió y le permitió fundar su hogar, hoy bajo el dominio del hombre lo ve partir sin posibilidad de mirar atrás.

En el relato de este campesino de grueso semblante también se mencionan con familiaridad temas que ante los ojos del común resultarían de especial atención, como el repoblamiento estratégico de esta zona específica de Losada y Guayabero. “En esa región se cubren como 2.500 familias, porque eso censaban las fincas, las familias… …habían como 60 veredas.… …Llegó un determinado tiempo que no dejaron coger más baldíos, de ahí para arriba era de ellos, selva; otros le dejaban a sus hijos, hasta que no dejaron partir más las fincas. Pues de los que de verdad trabajábamos ya no estamos, de las familias pueden estar ocupando los mismos puestos pero ya son gente de ellos, de todas maneras la finca nunca ha quedado sola, digamos ellos ponen algunos, le venden a otros o vaya usted y trabaje allá,… no sé con qué fin harán ellos eso, pero están renovando gente, mire ese problema ya lo vienen trabajando hace más de 15 años”.

Dentro del conocimiento de estos hombres de campo no hay razones que justifiquen el desplazamiento, los nuevos administradores, los asesinatos en la zona, los bonos o extorsiones, y la cantidad de situaciones irregulares, que aunque las mencionan con naturalidad, son conscientes del gran daño que causan a los verdaderos campesinos, y no entienden los intereses que existen tras estos acontecimientos, pues su cultura política no trasciende la esfera de su vereda y su municipio. Y aunque el anhelo de denunciar es grande, el temor al silenciamiento es aún más claro. 

La historia de Nicanor y su hijo

Nicanor es un hombre de 46 años, oriundo de Florencia Caquetá, que desde hacía 20 años estaba viviendo cerca de un sector conocido como Brisas de Losada. Aún recuerda con una sonrisa suave dibujada en su rostro, que fue su padre quién le heredó esas tierras como obsequio y lo apoyó en su decisión de tener mujer, recuerda también que en aquel entonces duró cuatro meses preparando el terreno y construyendo el rancho para que su esposa y sus hijos vivieran, y que todo ese trabajo lo realizó machete en mano, pues el paludismo estaba a la orden del día y buscando el bienestar de su familia los envió a San Vicente mientras él, como hombre de la casa, les construía una vivienda digna.

El relato de aquel momento en el que los sueños y el trabajo de años queda destruido lo divide en dos partes, una en la que él estuvo, y otra que la complementa su hijo mayor: “Pues estábamos nosotros con un hijo, por allá en un palo para sacar unos patilicos, unos loritos, cuando llegamos a medio día, me quité las botas y me recosté en la hamaca, cuando salió la niña y me dijo papi ahí vienen seis guerrilleros… a mí me habían dicho ojo, que a usted la guerrilla lo va a matar, se lo van a llevar, que porque yo era auxiliador del gobierno… ellos llegan y preguntan por mi nombre… los niños les dijeron que no estaba, que estaba por allá en la escuela… pues él se va y llega por allá por la pura noche… y el resto se lo cuenta mi hijo”.

Un muchacho de no más de 20 años relata los momentos de angustia y miedo que le siguieron a esa primera pregunta: “nosotros llegamos con el señor, estábamos más asoleados y empolvados con esa motosierra… …cuando el vio a lo lejos… habían como unos siete debajo del árbol, unos acostados, otros parados, y llegamos y saludamos… el man escuchó a mi hermano y dijo vengan los hijos de don Nicanor…era sábado y dijo: tienen hasta las cuatro de la tarde del domingo y no los quiero ver por acá a ninguno de ustedes, si alguno de ustedes sigue acá no respondemos, yo le dije: ¿pero porqué?, no señor, mire como estoy de sudado yo, trabajando, yo no he hecho nada… me dijo: no, no, no, nosotros ya sabemos, ustedes le ayudan al gobierno, por eso tienen la señal acá”. 

En su relato solo por momentos hay percepción de emociones de rabia y de impotencia, al acordarse que él como hijo mayor tuvo que asumir la responsabilidad del hombre de la casa. “Entonces yo le dije: mano pues la verdad me da aburrimiento con esas palabras que usted me dice, yo ya comenzando a trabajar, a salirme de la casa y vea lo que usted me dice, y me dijo: no, no, ya no hable porque ya sabe, entonces me dió como vaina y yo me aplaque un poquito más, porque me provocaba era como lanzármele, y dijo: empaquen y tienen hasta el domingo a las cuatro de la tarde…Entonces yo me fui para la tienda y compre unas tulas y empacamos y al otro día sacamos ese trasteo y el carro, yo me quedé con mi hermana… de últimas en la casa, mandamos a los chinos en el carro”.

El asedio de estos hombres a las familias se mantiene no sólo ante la amenaza, sino hasta el abandono de la región, quizá como garantía de mantener su régimen de terror hasta el último instante. “Era el domingo como a las nueve de la mañana, íbamos saliendo cuando miramos que venía una moto, quién sabe quién viene allá, cuando pararon y nos hicieron parar y entonces era un guerrillero vestido de civil… …y dijeron; ¿verdad que ustedes no se quieren ir?, un man todo mal encarado, y le dije: vea, vamos saliendo, entonces me dijo: ah bueno, porque nosotros ya veníamos a mirar cómo era la vuelta”.

Durante su narración su corazón se acelera, sus mejillas se sonrojan y sus manos aún más sudorosas que de costumbre no pueden estar quietas, cada instante lo narra como si lo estuviese viviendo. Estaba liso el camino y yo quedé con ese nervio, y para salir de la casa había un puentecito y pum, yo me caí en ese puente, y quedé debajo con mi hermana que casi se jode el brazo, y yo dañé esa moto, le pandeé la cabrilla y nosotros quedamos allá metidos, y ellos estaban por ahí regados a ver si no salíamos… ellos nos miraban, ni siquiera fueron a darnos la mano a ayudarnos a sacar la moto, yo hice patinar esa moto por el barranco y como pude la saque a rastras y entonces abrimos el broche… y de ahí le apreté porque yo tenía mucho miedo y ellos detrás de nosotros y detrás de nosotros”. Padre e hijo durante su relato, cruzan miradas intentando tal vez recordar detalles, o quizá encontrar ese apoyo mutuo que hoy como hombres de la casa los tiene respondiendo económicamente por toda la familia.

Así como Reinaldo y Omar, Nicanor también menciona temas complejos, con tanta naturalidad y desconocimiento del contexto, que pudiesen pasar desapercibidos, como el repoblamiento en las zonas de reserva, zonas que evidentemente conoce en límites geográficos, pero sobre las que no tiene mayor información frente a objetivos, razones, beneficios, ni nada, sólo lo que los hombres armados, en ocasiones acompañados con personas extrañas, le habían hablado en reuniones informales. “…Eso es del río Lozada para acá y del rio Perdido para allá, eso ya es terrenos baldíos del estado, pero entonces hay harta población, entonces la gente tiene que salirse de allá porque tiene que quedar en pura zona de reserva… La finca estaba en las reservas campesinas… es muy poquito el que es antiguo, el que es colono, de resto es pura gente nueva a administrar lo que ellos cojan, ellos meten gente a trabajar, es gente de ellos, gente que trabaja con ellos. Ósea ellos lo sacan a uno y de una vez se adueñan de la tierra y meten trabajadores a administrar… …fueron unos doctores a hacer reuniones y nos decían que esas reservas campesinas tenían unos límites de tierra, lo que les pertenecía y lo que tocaba dejar en reserva… nos decían que posiblemente a más de uno nos tocaba irnos de allá, porque eso lo cogía el estado y como por allá,los que mandan son ellos… …casualmente ellos ya no nos dejaban tumbar porque nos les estábamos metiendo en la casa …porque ellos estaban en la maraña”.

El conocimiento real de este tema es nulo, su voz, durante esta parte de la entrevista se escucha en susurro, intenta disminuir la distancia para hacerse entender, el miedo a la frase “las paredes tienen oídos” aparentemente es una realidad para este hombre delgado de tez trigueña, que con timidez quiere tocar esos temas que durante un año largo, desde que lo sacaron de su finca ha querido gritar, pero el miedo a perder la vida durante su hazaña lo ha mantenido en silencio.

Como en los otros relatos, su historia termina no sólo hablando de las necesidades, dificultades y abandono del estado, con las familias que sobreviven a la situación en este municipio, sino con el temor continuo que han ejercido sus verdugos día y noche. “Hace unos días escuchamos que estaban averiguando dónde vivíamos nosotros, casualmente estábamos en otro barrio y nos tocó salirnos de allá… acá en San Vicente mantienen los milicianos, entonces mantienen vigilándolo a uno a ver qué hace. Cuando estuve trabajando en Aguas del Caguán, estuvieron preguntando que dónde estaba trabajando… …me dió miedo seguir trabajando allí. Uno le teme… …que de pronto uno esté trabajando y… que nos maten”. Su odisea parece un cuento de nunca acabar, una historia de horror e injusticia que se perpetúa, los persigue y los alcanza, aún lejos de su tierra, como si no fuera suficiente el dolor y la miseria que tienen que padecer ante el desplazamiento.

***

Estas tres historias, quizás unas más largas que otras, unas con más aristas que otras, con más o menos protagonistas, son sólo un ejemplo de los cientos y posiblemente miles de casos que se ven a diario en la zona rural de San Vicente del Caguán, como lo afirma Omar: …“y así comenzaron a sacar a una o dos familias pero hacía mucho tiempo que no lo hacían, había parado, estaba como sano y nos tocó a nosotros, seis o siete familias de la misma vereda, y de otra vereda otro poco al mismo tiempo, en una sola sacada… hace como 20 días sacaron a dos muchachos más, con mujer e hijos. A ellos les dieron 24 horas para que desocuparan la región, porque ellos eran informantes, que se fueran para no matarlos y por ahí están, en estos días no se ha escuchado nada, pero en cualquier momento se espera que salgan más”.

Familias campesinas que son desalojadas de su tierra y silenciadas con la amenaza de la muerte, testigos de quizá otro tanto de familias que arraigadas a lo que construyeron durante años, quedaron enterradas en estas mismas tierras, como indica en su relato Reinaldo: Yo he tenido amistades que ellos le han jurado que regresen al área, que nada va a pasar… que le respetan la vida y al poquito tiempo los matan. No sé en ese momento que pasará, si será a mansalva con uno por volver a tener sus cosas y más ligero ellos hacer justicia, como llaman”.

Vea aquí una nota sobre cómo el desplazamiento en Colombia no se ha reducido significativamente durante el proceso de paz entre el Gobierno y las Farc. 

Es el grito constante de cientos de niños que desde edades tempranas tienen que ver y vivir la zozobra del conflicto armado, y la indiferencia de las entidades del estado, que ajenas a las necesidades de estas familias, solo reciben sus denuncias, relatos y peticiones y a cambio les entregan mercados trimestrales y auxilios de arriendo por tres meses, tiempo que no resulta suficiente para solucionar un nuevo proyecto de vida que se tiene que estructurar desde cero, como lo afirman en las entrevistas.

Reinaldo: “Sí hubo una atención pero nos tienen abandonados, y aquí como estamos, estamos luchando demasiado, nosotros regresamos al municipio, un amigo me dió posada mientras me podía ubicar, pasamos a la Personería,  como a los 15 días nos dieron una remesita, decían que nos iba a dar abrigo, nada de eso se dió”.

Omar: “Sí nos dieron unas ayuditas poquiticas pero eso no justifica a lo que uno está acostumbrado en el campo, que tenía molienda, ranchito, ganado, siembra, comida de sobra, yo compraba arroz porque como tengo una cantidad de hijos no me alcanzaba, entonces tenía que comprar arroz y cultivaba todo eso y acá no puede”.

Nicanor: “Fui a poner la denuncia a la Fiscalía y a la Personería, ahí el apoyo que nos dieron fué dos remesitas y no más”.

Entre tanto sus tierras, sus animales, sus cultivos, quedan en manos de estos grupos armados al margen de la ley, comercializados o administrados por personas impuestas por ellos traídas de otras zonas de país, en una especie de juego de ajedrez perfectamente planeado en detrimento de los intereses de los campesinos de la región.

La mayoría de estas historias coinciden no sólo en el desplazamiento de los entrevistados, en el asesinato a sus seres queridos, en las extorsiones o bonos que deben pagar todos los campesinos a la guerrilla por concepto de apoyo a la causa, en el abandono de las entidades del estado ante sus casos, e la apatía del pueblo colombiano que no vuelve sus ojos hacia su drama, sino también en que estas personas han pasado a ser parte anónima y ajena de una historia que se teje entre desplazamientos y repoblamientos, la estrategia que tiene su inicio en buscar razones para sacar a los campesinos de años de residencia para ubicar nuevos colonizadores o administradores de estas propiedades, seguido de la intensión de presionar la titulación de estos predios o el censo de estas zonas para finalmente consolidar territorios de las Farc, sin presencia total y contundente del estado. Este es el caso del territorio conocido como el Alto Losada y el Guayabero, tierras que en la actualidad están bajo el régimen impuesto por las Farc, y que lejos de generar beneficios para los campesinos, sólo se convertirían en zonas para perpetuar su régimen de horror y delincuencia, sin la posible presencia del estado, como lo evidencia uno de los testimonios de esta tragedia: “para que la gente no vuelva a sufrir este dolor que hemos tenido nosotros, está muy complicado, porque ellos se creen ser el ejercito del pueblo y es mentira, y ellos tienen amenazadas todas las poblaciones del campo, hay mucha gente que les colabora pero obligado, no por gusto, otros sí por gusto, gente ambulante les colabora por ahí para arriba y para abajo. Esa gente mantiene movilizándose por todo lado y al que le cogió rabia de una vez váyase, ese caso sigue sucediendo”.

Estos hombres y mujeres que hablan de su tragedia personal, reconocen que detrás de las injusticias cometidas con el campesinado colombiano, que nunca salen a la luz pública por temor a las represalias y amenazas de las que son objeto constantemente, aún en el exilio, están los intereses de los grupos ilegales de quedarse con ese pedazo de Colombia, con fines que obedecen a la necesidad de legalizar tierras, ganado, cultivos que ellos le han arrancado a sus reales dueños para presentarlos ahora como apoyo a los necesitados y como estrategia para la reactivación del campo en el suroriente del país.

El clamor de estos tres personajes, que seguramente son la voz de miles de familias que en todo el territorio colombiano se encuentran en las mismas condiciones, es hacer visible esta tragedia, es darle eco a estas voces, es evitar que en estas zonas del país se siga permitiendo el maltrato a la familias campesinas, es evitar que se sigan engrosando los cordones de miseria de los municipios, es evitar que el recuerdo de estos niños y niñas sea el destierro del campo y la miseria y privaciones del pueblo o la ciudad. Es mostrarle al mundo entero que en San Vicente del Caguán, aunque hay historias que guardan las huellas de la guerra, hoy existe la esperanza de que las Farc cumplan con sus promesas de dejar las practicas criminales con los campesinos, dejar de desplazar, repoblar, extorsionar, reclutar, amenazar y demás actividades nefastas que durante décadas han perpetuado en esta zona del país.

Dar volumen a estas voces sin eco es permitir que el pueblo colombiano conozca la realidad de los territorios y se estructure una real memoria histórica que garantice no sólo la reparación sino la no repetición. Es evitar que nuevamente estas zonas del país queden a la diestra de estas organizaciones criminales, es mantener la necesidad de fortalecimiento y presencia de las entidades legítimas del estado para garantizar seguridad, estabilidad y desarrollo en la región, es intentar quitar el estigma que durante años ha acompañado a estos pobladores, relacionados con grupos insurgentes solo con tener el registro de sus cédula en San Vicente del Caguán, es comenzar a escribir una nueva historia de paz para Colombia, sobre la base de las historias reales y evitar con ello que continúen adueñándose soterradamente de territorios, que deben ser entregados a sus legítimos dueños, campesinos reales, dispuestos a reactivar la economía del municipio, del departamento y del país, a través de las bondades ofrecidas por esta tierra.

 

Por Laura Rey

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