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La Secreta: del miedo a la esperanza y el progreso

Los habitantes de la vereda La Secreta, en la Sierra Nevada de Santa Marta, padecieron masacres y desplazamientos, y pese a esos recuerdos retornaron a sus tierras. Hoy son ejemplo de organización y liderazgo para mejorar sus vidas, con el apoyo del Gobierno y de organismos internacionales.

Diana Rodríguez Rojas
30 de junio de 2017 - 04:36 p. m.
Cada familia restituida en esa región recibe, en promedio, 12 millones de pesos anuales por las cosechas de café y también venden mil y frutas.  / Fotos: Felipe Suárez.
Cada familia restituida en esa región recibe, en promedio, 12 millones de pesos anuales por las cosechas de café y también venden mil y frutas. / Fotos: Felipe Suárez.

Ana Mercedes Marín Legarda tenía 16 años cuando quedó a cargo de un hermano de 10, una hermana de 8 y las pequeñas trillizas de tres años. Fue el 12 de octubre de 1998. Ese día un grupo de paramilitares asesinó a su mamá, al esposo de su mamá, a su hermano mayor y a un tío.

Los familiares de Ana Mercedes quedaron entre los 20 muertos identificados que dejó el macabro recorrido que por cuatro veredas del municipio de Ciénaga (Magdalena) hicieron 80 paramilitares durante dos días.

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No fue la única masacre en la zona, pero sí la que generó el mayor desplazamiento: 1.010 personas salieron de la región en 1998, según el Registro Único de Desplazados de ese entonces, como consecuencia de las acciones de paramilitares y guerrilleros de las Farc y del Eln.

Ella se fue más lejos que sus vecinos. Llegó con sus cinco hermanos y su novio, de 17 años, a Riosucio (Caldas), donde unos familiares de él. Allá, medio país al sur de su tierra, vivió por dos años antes de retornar –fue una de las primeras en hacerlo– a su querida vereda La Secreta, en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta.

Han pasado 18 años desde aquel día, y Ana Mercedes se siente orgullosa de lo que ha hecho por su familia. Logró que desde el 2013 sus hermanas trillizas, Daniela, Dania y Dalia Castillo Legarda, sean propietarias de las 25 hectáreas de terreno que habían sido de sus padres, tras recibir la titulación en la primera sentencia judicial que por proceso de Restitución de Tierras favoreció a unas menores de edad (tenían 17 años).

Adiós al terror

La vida mejoró cuando se esfumó el miedo de ser abusado sexualmente, reclutado por algún grupo o asesinado por hacer un reclamo o por salir de la casa después de la cinco de la tarde.

Todo empezó a restablecerse cuando cesó la inestabilidad económica que hasta hace pocos años generaba el tener que entregar bajo presión armada 40.000 pesos por hectárea de café en cada cosecha, o los cerdos, gallinas, vacas, mulas, parte del bastimento, como recuerda Hortensia Chinchilla. “Llegaban y rodeaban la casa y uno tenía que darles lo que quisieran”, dice esta mujer, la única que se quedó en la vereda cuando todos se desplazaron, aunque los ‘paras’ habían matado a su marido.“¡Quién me iba recibir con 9 hijos!”, dice.

Dio tranquilidad saber que ya no había motivo para seguir bautizando algunos puntos geográficos con nombres sombríos como La Vuelta del Crimen y La Vuelta de Carro Quemado, que quedaron impresos en el recuerdo de esos tristes años.

La vereda se convirtió en ejemplo de organización de las víctimas del conflicto armado interno y de aplicación de los beneficios de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448 de 2011). Con el apoyo del Gobierno Nacional y de organismos internacionales, ahora sus pobladores son exportadores de café orgánico de primera calidad. Su éxito ha generado otra esperanza: internacionalizar también la miel que producen. Mientras ese anhelo empresarial cobra forma, el día a día lo rescatan con la venta de aguacate y cilantro, que se suma sus ingresos por las cosechas de café.

Esa especie de boom económico ha transformado sus vidas en diversos aspectos. La vida de Ana Mercedes, por ejemplo, es muy distinta a cuando retornó en el año 2.000 y en mula fatigaba la carretera durante dos horas para vender cilantro, sola y con miedo, al que tenía que derrotar para poder alimentar y vestir a sus hermanos, a su primer hijo y a su primer esposo, quien se encargaba de los cultivos de ‘pan coger’. “Gracias a Dios nunca se acostaron con hambre”, dice sonriente y con voz suave.

Desde hace tres años tiene televisor y lavadora, porque en el techo de su casa, como en cada vivienda de la región, las instituciones del Gobierno ubicaron páneles solares de los que obtienen energía. Aún no tiene nevera, como otros vecinos, porque a veces la energía no es suficiente y todo se apaga.

Ella, como todos en la zona, ahora está afiliada al Sisbén. Lo agradece, aunque para recibir la atención médica tiene que bajar y subir los trayectos de dos horas por una accidentada carretera.

Por esa vía se mueven con gran dificultad algunas camionetas y motos, y aún es común ver personas subidas en mulas o transportando productos en ellas, como hacían en la década de 1950 los arrieros venidos de Caldas, Tolima o Santander que descubrieron, junto con otras personas del Caribe, esos recónditos parajes –mientras huían de otras violencias, de otros miedos– a los cuales bautizaron con el nombre de La Secreta.

La mejoras

Siempre han superado las dificultades en estas tierras, pero en el último lustro todo ha sido más rápido, según lo reconocen. “Estamos como en un boom y tenemos que aprovecharlo”, dice Silver Enrique Polo Palomino, uno de los líderes más reconocidos en la región, integrante de las mesas municipal y departamental de víctimas.

Cerca del 40 por ciento de los habitantes ha recibido el pago de indemnizaciones administrativas por los distintos daños sufridos durante el conflicto armado, y los han utilizado para mejorar sus casas, aún, en su mayoría, de madera y bahareque; construir sanitarios y pozos sépticos, y para utilizar, cada vez más, gas propano y menos leña.

Otras mejoras son para el alma, para la reconstrucción del tejido social. Juan Olivares, agricultor, agradece estrategias gubernamentales como Tejedores y Tejedoras, y Entrelazando. “Gracias a ellos, hemos vuelto a la cancha a hacer actividades deportivas y se ve otra vez la alegría los domingos”.

Los seis hijos de Ana Mercedes aún se aventuran una hora diaria por el quebrado terreno para ir y volver del colegio, trayecto que podría acortarse con la construcción de 92 casas en una explanada, como si fuera una especie de poblado, que quedará cerca de la institución escolar, gracias a un proyecto ya aprobado del Gobierno.

El colegio también podrá mejorar, de eso ya se habla. Hoy, los 70 estudiantes de preescolar, primaria y bachillerato tienen tres profesores y unas instalaciones precarias que los obligan a recibir, a veces, clases al aire libre. Es en ese colegio donde Ana Mercedes trabaja, de lunes a viernes, preparando la alimentación de los estudiantes, mientras su esposo, José Antonio Sánchez, se encarga de las labores en el campo.

Él hace parte de la Junta de Acción Comunal y está encargado de  promover la conservación ambiental. En La Secreta todos hacen parte de alguna organización. Varios hombres y mujeres, por ejemplo, están en el Comité de Impulso (personas que están pendientes del avance de los proyectos y se reúnen con representantes de instituciones estatales).

En ese Comité, por estos días, revisan los proyectos de hacer una casa comunal, un puesto de salud, una cancha múltiple, los mejoramientos de la vía de ingreso a la vereda y del acueducto, ya que el agua llega a las casas por unas mangueras conectadas a los ríos La Aguja y Riofrío, pero sin ningún tratamiento de potabilización.

Con tanta acción, esta vereda dejó de ser secreta. Ahora, los cienagueros de La Secreta trabajan de la mano con la Unidad para las Víctimas, la Unidad de Restitución de Tierras, el Departamento de la Prosperidad Social, el Ministerio de Agricultura, la alcaldía municipal, el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, entre otras instituciones públicas, además de la Federación Nacional de Cafeteros y organismos internacionales como agencias de la ONU, la FAO, la OIM, la embajada de Suecia, el Consejo Noruego, entre otras.

El boom del café

Hay más resultados que así lo evidencian. Cada familia en la región recibe, en promedio, 12 millones de pesos anuales por las cosechas de café y en distintos momentos también venden aguacate, miel, cilantro, cerdos o gallinas.

Siempre han tenido buenas cosechas de café; sin embargo, ahora, apalancados por Agrosec, la asociación a la que pertenece el 90 por ciento de los agricultores de La Secreta, procesan mejor el café, tienen más recursos y obtienen mayores logros.

Están en capacidad de producir 1.500 libras diarias, y hoy el café marca Kuali, de estas tierras, llega a Bélgica, Japón y Estados Unidos y, quizás, vaya a Australia. Los productores reciben 50 centavos de dólar por cada libra de café Castillo, orgánico (sin productos químicos), hecho bajo las normas FLO (comercio justo internacional y conservación ambiental).[EGG1] 

El representante legal de Agrosec, Silver Polo, líder de las mesas de víctimas, quien por amenazas ha tenido que desplazarse varias veces de la región, anuncia que vienen más beneficios pronto: están en proceso de empezar a vender café por tasa, con lo que el valor se duplicaría (el costo dependería del sabor y aroma del café servido). Japón es el primer interesado.

Él es quien asiste a macrorruedas y ferias por todo el país y promueve la organización de la gente para obtener las metas que se proponen. Hoy existen otras asociaciones en La Secreta como Agrhofrusec (de productores de hortalizas y frutas) y Apisecreta (productores de miel).

“La miel es la segunda alternativa económica de la región”, afirma Polo, tras explicar que en el 2018 esperan producir cerca de 10 toneladas de miel para venderlas especialmente a Canadá y Aruba, los países más interesados. Para ello, agregarán a su actual producción, las 300 colmenas comunitarias que tendrán pronto gracias al apoyo de la FAO y la embajada de Suecia.

Además, la población cuenta con la tranquilidad de cultivar productos de ‘pan coger’ como yuca, guineo (banano), ñame, malanga, frijol, maíz, plátano, mango, entre otros; porque como dice Gledys Judith Ríos García, otra residente a quien le mataron un hermano y es hija de uno de los fundadores de la vereda: “cuando tuve que vivir afuera, si quería un guineo tenía que comprarlo y si no tenía plata pues no comía, en cambio aquí, voy a la mata y lo cojo, y ya”.

Los habitantes de La Secreta piensan ante todo en el futuro. Nadie  olvida el pasado, pero dicen no tener rabia en su corazón. Ana Mercedes Marín Legarda aún recuerda esos trágicos años de su adolescencia. Con frecuencia viene a su mente lo último que le dijo su mamá antes de salir de la casa hacia la muerte: “Me cuida las niñas”. Ella cumplió con ese mandato y hoy dice con tranquilidad: “Yo no siento rabia de eso. Cuando todo ocurrió sentí mucho dolor, no comía de la tristeza, pero Dios es el único que sabe lo que pasó”.

Todo indica que ni la violencia, ni el incendio que en el 2014 arrasó casi con media vereda, ni la sequía que hace dos años ahuyentó a varias familias, han logrado doblegar el espíritu heredado de los ancestros que a punta de machete abrieron camino por el quebrado y elevado terreno de la Sierra Nevada para fundar la vereda. “A la mayoría de nosotros no nos gusta hablar de lo que pasó, estamos más empeñados en mostrar las cosas buenas que están pasando, tenemos que aprovecharlas”, insiste Silver Polo, aunque ya eso para muchos no es un secreto.

 

Por Diana Rodríguez Rojas

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