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Jugando la vida a la orilla del río

El río Timbiquí representa el pasado y el presente de Jasmín. A sus 5 años ya sembraba coca, estuvo tentada de irse a la guerrilla, pero la vida le tenía otro destino: el fútbol como la mejor manera de comenzar de nuevo y para ayudar a cientos de niños.

Germán Izquierdo Manrique
04 de junio de 2018 - 09:30 p. m.
Jazmín dice que el gran aporte de su trabajo ha sido mostrarles a los niños de Timbiquí otra vida distinta a la minería y la coca a través del fútbol. / Fotos: Nicolás Peláez.
Jazmín dice que el gran aporte de su trabajo ha sido mostrarles a los niños de Timbiquí otra vida distinta a la minería y la coca a través del fútbol. / Fotos: Nicolás Peláez.

Cuando tenía 5 años, Jasmín empezó a trabajar en el sembrado de coca de sus padres en el corregimiento de Velásquez, un caserío rodeado de árboles y una playa de piedras que da al río, a tres horas en canoa de Timbiquí. Al principio solo recogía las pepas que caían al suelo, luego aprendió a sembrar las matas y después a arrancar, con las manos quemadas y envueltas en trapos, las hojas de coca que su familia vendía a costalados a los laboratorios de cocaína escondidos en la tupida selva del Cauca.

Hoy Jasmín tiene 21 años, los labios gruesos, las piernas de acero y una lluvia de trencitas teñidas de rojo que cae sobre su frente oscura. Sentada en las escaleras del muelle de Timbiquí, bajo un cielo gris, fija su mirada en un barco de casco de madera verde y rojo. Mientras un grupo de negros fornidos descarga ‘petacos’ de cerveza Póker, tres niños se divierten lanzándose desde la proa a las turbias aguas del río, envenenado desde hace años por el cianuro y el mercurio de la minería ilegal.

La contaminación ha oscurecido el río, acaso para siempre. Cuando Jasmín era niña, sus aguas eran transparentes. “Yo sentía que el río me llamaba, cuando pasaba a su lado siempre terminaba bañándome. A cualquier hora, en cualquier momento —dice Jasmín—. Hoy no me dan ganas de meterme, sino de llorar”.

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El río Timbiquí es la frontera que divide el pasado y el presente en la vida de Jasmín Gómez Flores. Su presente está en la orilla del bullicioso Timbiquí de hoy: champeta, mototaxis y desempleados. En la otra orilla, allá donde el horizonte se traga el río, está su pasado, entre guayacanes, chaquiros, manglares y palmas de naidí. Es Velásquez, el corregimiento donde Fanny, su mamá, los crio a ella, a sus cinco hermanas y a sus dos hermanos. Porque cuando el sembrado de coca no produjo lo que esperaba, su papá se fue para Guapi y los abandonó.

“A mi mamá le tocó guerreársela. Ella dijo: ‘Yo no me voy a achicopalar’. Y entre todos comenzamos a meterle mano fuerte al cultivo. A los ocho meses recogimos una buena cosecha de hojas cromitas, cromitas”, cuenta Jasmín. Se las pagaron en cuatro millones y con eso compraron una casa en Timbiquí. El trabajo y la plata estaban allá, al otro lado del río, en la selva donde crecían sus matas de coca. Ni su mamá, ni sus hermanos, ni ella sabían pescar; así que no era una opción ganarse la vida sacando bagres, ñatos, gualaos o canchimalos. Los únicos empleos eran sembrar coca o buscar oro.

Hace más de cien años, el gobierno colombiano tituló la margen derecha del río a una compañía inglesa llamada The New Timbiquí Gold Mines, que durante dos décadas explotó un terreno de 250 kilómetros cuadrados. Después, entre 1989 y 1993, los rusos también sacaron oro a costa de talar árboles, dejar infértil la tierra y contaminar el río. A pesar de ello, la minería sigue siendo hoy una de las pocas formas de trabajo en la región.

Desde pequeños, los niños aprenden a barequear en las orillas, esperando encontrar en sus bateas una pepita de oro entre la gravilla y la arena del río. A los 8 años, Jasmín bajaba con su batea a la playa del río y los fines de semana cambiaba su uniforme de colegio, la Institución Educativa Agrícola Santa María de Timbiquí, por unas botas pantaneras de caucho, un pantalón y una camisa licrados. Y, balde en mano, salía a trabajar en una mina.

Recuerda la primera vez que encontró oro: “Bajé a la mina con unos chicos del pueblo, cada uno con su bateíta. Empezamos a picar y a picar, y de pronto vemos que sale una arenita muy negra. Yo les dije: ‘Muchachos, aquí hay oro porque la tierra está saliendo muy negra’. Y nos pusimos a cavar más y más hasta que apareció una pepita: un gramo y pico. ¡Ay, ay, ay. Ese día yo me iba morir de la felicidad!”.

Cuando regresó a la casa, apretando en el puño su diminuto tesoro, le dijo a su mamá: “Con esta pepita quiero que me compre los cuadernos, el uniforme del colegio y los zapatos”. Fanny le hizo caso, y con el dinero que le dieron pudo comprar todo menos los zapatos. “Pero a mí no me importó —dice Jasmín con gesto de orgullo—, yo me iba feliz al colegio con sandalias de caucho y los cuadernos en una bolsa”.

Pero un año después dejó de ir al colegio, pues tuvo que empezar a trabajar para ayudar al sustento de su casa. A sus 9 años, los días eran siempre lo mismo: llegar a la mina, cavar entre la arena amarillenta, llenar los baldes y entregárselos a las señoras mayores que lavaban la tierra en las orillas.

Solo había una cosa que le alegraba los días: el fútbol. En las tardes libres, los niños improvisaban arcos clavando palos en las playas del río y ponían a rodar un balón de microfútbol que habían comprado entre todos por 5000 pesos. “Yo jugaba a lo bruto”, recuerda. Después aprendería a hacerlo con la cabeza y el corazón.

A mediados de 2000, a la falta de dinero se sumó la guerra. Desde el muelle, Jasmín señala la selva y dice: “Hace unos años, en cualquier momento empezaban a disparar, desde ese lado del río o de este. Vivíamos asustados. Siempre listos para salir corriendo”.

Timbiquí, como tantos lugares de la costa pacífica caucana, ha sufrido la guerra interna en Colombia. Basta una búsqueda de titulares de prensa de la época para advertirlo: ‘Ataque de Farc deja sin energía a Timbiquí’, ‘Dos policías heridos por atentado contra comando en Timbiquí’, ‘Canoa bomba deja 100 viviendas afectadas en Timbiquí’, ‘Timbiquí, bajo el fuego de las Farc’.

Jasmín es una de las víctimas de esa violencia. Su familia fue desplazada. En 2008, un grupo de guerrilleros de las Farc llegó al corregimiento de Velásquez para sacar a la gente de sus casas. “Tiraban a la gente al agua, a algunos les disparaban, a otros les quemaban las chozas”, cuenta Jasmín.

Su mamá perdió el terreno y sus sembrados y jamás volvió a pisar el corregimiento de Velásquez. “Lo importante —dice Jasmín— es que aquí teníamos la casita. Aunque no había para la ropa ni para la comida, sí teníamos un techo”. Fanny comenzó a trabajar como cocinera de un colegio y cuando sobraba comida se las ingeniaba para llevársela a sus hijos. “De un pan comíamos todos”.

Cansada de la situación en Timbiquí, Fanny decidió irse a Cali a buscar mejor suerte. Jasmín, en cambio, resolvió quedarse trabajando en las minas y a merced de la guerrilla, que ahora controlaba la región a su antojo. Aunque mira al cielo y respira profundo, en el gesto de su cara se siente la rabia cuando cuenta que tenía que lavar la ropa de los guerrilleros. Con sus manos cortas y tostadas, restregaba contra las piedras redondas del río montones de uniformes sucios apilados en baldes de plástico.

Los guerrilleros de alto rango le decían que tenía “porte de pasar de trabajo” y varias veces trataron de convencerla de que se uniera a las Farc. Le aseguraban que con ellos iba a tener una vida diferente y podría mandarle plata a su familia. Cuando los jefes no estaban, los guerrilleros rasos se acercaban para aconsejarle lo contrario. Le decían que si entraba a la guerrilla, tarde o temprano terminaría muerta o asesinando a alguien.

Al recordar esos días, Jasmín agacha la cabeza, raspa el piso con la suela de sus tenis y dice: “Ay, Dios mío, yo creo que si no hubiera conocido el fútbol estaría muerta o cargando un fusil en el monte”.

Un día en que regresaba al pueblo después de trabajar, vio un grupo de personas con petos coloridos entre el barrial que era la cancha de fútbol del barrio San José Alto. Y aunque estaba cansada, se animó a jugar. Entró a las patadas, golpeando a los demás, corriendo de un lado a otro como un toro enfurecido: “Ese día nos dijeron que en cada equipo debía haber una o dos mujeres y que el primer gol lo tenía que hacer una niña. Fue el día en que conocí la Fundación Tiempo de Juego”, cuenta.

Bajo la dirección de los profesores y los voluntarios de la fundación descubrió un fútbol que seguía unas reglas extrañas: se basaba en el juego limpio, se ponía en los guayos del contrario y celebraba el gol del otro equipo. Un fútbol sin faltas simuladas, sin groserías, sin árbitros amenazados y sin hinchas rojos de rabia. Una cancha en la que cabían grandes y pequeños, hombres y mujeres, raspachines y buscadores de oro, niños con hambre y sin casa, como ella alguna vez. Unos cuantos partidos bastaron para oxigenarle la vida a Jasmín, para sacarla de las minas y hacerla renunciar sin miedo a los uniformes sucios de la guerrilla.

Alentada por haber descubierto una nueva opción en su vida, se vinculó en 2015 a Tiempo de Juego. Pensaba: “Puedo hacer que los niños se enamoren del deporte y que tengan una mejor vida”. Empezó con 10 niños. Cada uno ponía de a 200 pesos hasta que reunieron los 10.000 que costaba un balón. La regla era que el que más rápido corriera compraría el balón. Muy pronto, muchos niños muy rápidos se sumaron a su grupo. “Al principio no lograba controlarlos. Ahora manejo mis 100 muchachos y no le pongo un pero a nada”, dice Jasmín.

Ella cree que el gran aporte de su trabajo ha sido mostrarles otra vida a través del fútbol. “Antes, muchos de estos niños se la pasaban con pistolitas de madera que taqueaban con pólvora para quemar a los demás. Eso ya no se ve tanto. Estoy segura de que el fútbol les cambia la mentalidad”.

Mientras la lancha avanza, las trencitas rojas de Jasmín brillan al sol y garzas blancas y changos negros cruzan el cielo azul que se refleja en el río Saija. Entre manglares, a una hora de camino, llega al resguardo Calle Santa Rosa para hacer una actividad con la comunidad indígena sia, que también se ha sumado a la Fundación Tiempo de Juego. Cuando la lancha toca la orilla, un grupo de niños mira, entre curiosos y tímidos, a los visitantes desconocidos. No responden los saludos. Muchos no hablan español, solo su lengua, llamada pede.

La cancha, de gravilla, está entre matorrales, puentes de tablas y palmas de naidí, uno de los frutos que cultivan en la comunidad. De un costal de concentrado para pollos, Jasmín saca conos de plástico y un balón de fútbol bien inflado. Luego pide a los niños que hagan un círculo y empieza la actividad: todos saltarán en cuclillas, Jasmín los perseguirá entre risas y al final jugarán un partido de fútbol amistoso como todos los de Tiempo de Juego, vistiendo camisetas de la Fundación Selección Colombia. Y la timidez del comienzo se habrá desvanecido.

El líder de Tiempo de Juego entre los sia es Aniceto Málaga, para quien el mayor aporte de la fundación es unir por medio del fútbol a la comunidad indígena y la negra, cercanas geográficamente pero alejadas culturalmente.

A cinco minutos de sia se encuentra el corregimiento de Puerto Saija, donde las disidencias de la guerrilla de las Farc siguen mandando, pero vestidas de civil. Allí las bienvenidas son de reojo y quienes atienden los toldos donde venden pescado seco y pollo frito en baldes plásticos tienen un trato distante con el desconocido. Pero también llegan Jasmín y el fútbol de Tiempo de Juego. Son 103 niños los que colman la cancha de la Institución Educativa Etnoeducativo Puerto Saija. Las cosas podrían cambiar.

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Hoy Jasmín vive en el barrio San José Alto, en una casa de madera gris y puerta color verde menta con su hija de 4 años, Joselyn Yuliete, y su abuela Eustaquia, una anciana de sombrero de paja que saluda de abrazo y se califica como una fiestera del Sagrado Corazón de Jesús.

Junto a una olla en la que tres camarones de río mueven sus antenas por última vez, Eustaquia habla de su nieta Jasmín: “Es muy astuta y sabe cómo hace sus cosas, porque yo no me daba cuenta de lo que hacía hasta que, de repente, la vi con sus muchachos yendo de arriba abajo”.

Jasmín logró graduarse como bachiller del Colegio Técnico Comercial Santa Clara de Asís y hoy sueña con convertirse en maestra de educación física, “pero trabajando aquí —dice—. Si me toca formarme afuera, lo hago, pero para volver. Quiero trabajar en Timbiquí para seguir mostrándoles a los niños otros caminos distintos a la minería y la guerra”. Son las cinco de la tarde y en el pueblo se oyen truenos roncos que anuncian un aguacero. Empiezan a caer las primeras goteras sobre la cancha Herencia de Timbiquí. Pronto la lluvia le da paso a un aguacero torrencial que no espanta a los niños, que siguen corriendo de un lado a otro sin esquivar los charcos, y su bullicio se confunde con el sonido de la lluvia.

Sentada en las graderías Jasmín los observa y dice: “¿Sí ve lo que hace un balón?”.

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Colombia2020 publicará cuatro historias sobre cómo el fútbol ha sido un vehículo de reconciliación en ocho territorios a nivel nacional. Estas hacen parte del libro "La pelota de trapo", naracción a la que le apostaron la Fundación Tiempo de Juego y el programa Alianzas para la Reconciliación de USAID y ACDI/VOCA.

Por Germán Izquierdo Manrique

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