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El terror que viven los pobladores del Alto Baudó en Chocó

Desde principios de marzo, en este municipio del norte del Chocó, la población ha sufrido nuevos desplazamientos producto de los enfrentamientos entre las Autodefensas Gaitanistas y el Eln. Una doctora de Médicos Sin Fronteras le contó a Colombia2020 cómo fue su experiencia atendiendo esta emergencia humanitaria que no cesa.

Susana Noguera /@011Noguera
01 de abril de 2017 - 03:09 a. m.
El albergue temporal en Pie de Pató: el coliseo del pueblo.  / Cortesía Médicos Sin Fronteras
El albergue temporal en Pie de Pató: el coliseo del pueblo. / Cortesía Médicos Sin Fronteras

Cuando Juan* escuchó los primeros tiros fue corriendo a buscar a su familia, que estaba escondida en su casita de madera en la pequeña comunidad de Peña Azul, en el Alto Baudó (Chocó). La idea era caminar por la selva hasta llegar a otra comunidad y allí buscar una lancha a motor que los llevara por el río a la cabecera municipal de Pie de Pató, donde esperaban estar seguros. Un año atrás también habían salido corriendo sólo con lo que tenían puesto. Pensando en eso, Juan se devolvió a buscar ropa y, mientras corría para reencontrarse con sus hijas, los armados, tal vez pensando que era del bando contrario, descargaron una ráfaga en su dirección.

***

Llegamos a Pie de Pató, la cabecera municipal del Alto Baudó (Chocó), después de tres días de viaje desde el Urabá antioqueño para atender la emergencia humanitaria que se agravó a comienzos de marzo de este año. Allí, cientos de personas buscaban refugio luego de los enfrentamientos armados entre las Autodefensas Gaitanistas y la guerrilla del Eln.

De Puerto Meluc a Pie de Pató en Chocó se debe coger un bote a motor durante cuatro horas por el río Baudó. En las riberas se veían las casitas de palo vacías, fantasmales. Fue escalofriante. En Pie de Pató, las familias desplazadas se instalaron en el único coliseo. Ese fue el albergue temporal. En frente improvisaron un pequeño lugar con plásticos y palos de madera donde preparaban comida en fogatas.

Llegaron allí hace como un año, cuando también se desplazaron por la violencia. No había camas ni cocina y los baños no servían, pero por lo menos tenían un techo y un piso firme, que no es menos importante porque en esta época del año llueve todos los días. Cuando llegamos a mediados de marzo ya había 500 personas y seguían llegando. Las recibían con una colchoneta por familia, una frazada, un toldillo y comida para preparar la cena.

La Alcaldía, la Secretaría de Salud municipal y la Unidad de Víctimas, con su representante regional, estaban ahí liderando la recepción de las familias. Cumplían sus labores como en silenciosa resignación. Ya sabían que repartirían granos con arroz y plátano y también que las familias se quejarían por las raciones, por el frío y por las precarias condiciones del albergue.

Sabían que a los pocos días algunos tendrían hambre y que no habría mucho que pudieran hacer al respecto. Lo sabían porque desde el año 2000 ha habido cinco desplazamientos masivos y la historia se repite cada vez.

Debido a la emergencia, el municipio hizo un convenio para que el único centro médico hiciera una excepción y atendiera a las personas desplazadas inscritas en Comparta. Esta empresa prestadora de salud (EPS) es la que más inscritos tiene, pero está intervenida por la cantidad de deudas que tiene, por eso normalmente las personas afiliadas a esta EPS no son atendidas.

Como pasa en la mayoría de los municipios, en Pie de Pató no había atención en salud mental. No hay personal médico para atender algo que no es tan evidente. En Médicos Sin Fronteras decidimos llenar ese vacío, porque hemos comprobado que es igual de vital.

En Pie de Pató, algunos no comían ni dormían ni hablaban. Muchos tenían miedo y sentían incomodidad por la situación. Algunos más estaban irascibles, irritables o lloraban la mayor parte del tiempo. En total, fueron seis comunidades las que se tuvieron que desplazar, pero de ellas, tres estaban en una situación especialmente vulnerable porque vivieron los tiroteos de forma directa.

Empezamos a trabajar con la comunidad Peña Azul. Creamos grupos de hombres y de mujeres. Como es tan probable que la violencia siga pasando, les dimos algunas herramientas para saber qué hacer y minimizar los riesgos cuando los combates arrecien.

Vi la dificultad que tienen muchos hombres para reconocer en público que están asustados, desesperanzados, que no han podido dormir, que han llorado.

En uno de esos espacios, un hombre nos contó que uno de los momentos en que había sentido más miedo fue cuando, justo antes de huir con su familia, se devolvió a buscar la ropa de sus hijas y los armados le dispararon. Logró evadir las balas, pero dejó en el camino la mochila con algunas pertenencias que su familia necesitaba con urgencia. Los demás, al escucharlo, empezaron a participar más porque entendieron que es natural sentirse así.

En el caso de las mujeres, encontramos violencias invisibilizadas por años, dentro y fuera del conflicto armado. Ellas, luego de pasar por mil y una dificultades para romper el silencio y contar que fueron víctimas de violaciones, viajan durante horas para llegar al centro médico y no encuentran en el puesto de salud los medicamentos que necesitan.

Las primeras 72 horas son claves para impedir que se infecten de enfermedades de transmisión sexual, se contagie el VIH y se prevengan embarazos no deseados. En mi experiencia, en esta región puedo decir que siete de cada 10 mujeres han sufrido violencia sexual, pero en muchos casos ni siquiera se contempla pedir atención.

Una semana después del desplazamiento masivo llegaron a Pie de Pató ministros y generales para hacer un consejo de seguridad. Estábamos en la biblioteca cuando empezaron a llegar helicópteros. Las personas estaban esperando mucho al Ejército y la Policía para resolver el tema de seguridad, que era su mayor inquietud. Aunque la mayoría era escéptica.

Su experiencia les ha demostrado que lo que prometen no lo cumplen, o sólo lo hacen por un par de semanas. Además, cuando hay estas reuniones sienten, de manera implícita, que les están pidiendo que se devuelvan a sus casas. Así pasó.

Después del consejo de seguridad, muchas familias empezaron a empacar, más por resignación que porque de verdad se sintieran seguras con la idea de regresar. La comida escaseaba ya y la situación se volvía cada vez más incómoda.

Ponían su ropa y pertenencias en bolsas plásticas y mochilas y empezaban a transitar por la calle principal, la única que tiene el pueblo, hacia las lanchas, aun sabiendo que al regresar se encontrarían otra vez con el grupo armado que los había sacado.

Nosotros también nos movimos, rumbo a Peña Azul, porque teníamos información de que una familia con siete niños menores de 13 años se había quedado durante el enfrentamiento. Llegamos luego de un trayecto de una hora en lancha. Los niños estaban relativamente bien físicamente, por eso la atención se centró en ayuda psicológica. Dijeron haber visto a cerca de 200 hombres armados.

La Cruz Roja Internacional había estado allá un día antes repartiendo comida. Ellos y nosotros éramos las únicas instituciones que habían visto en el último mes. Los niños parecían estar bien. Jugaban y se reían, pero al hablar del hecho recordaban que habían tenido mucho miedo y habían llorado. Sobre todo porque, cuando ocurrió todo, el papá y el hermano mayor estaban en la selva cortando plátano y por cinco horas no supieron si estaban vivos o muertos.

El papá contó que al bajar del monte, luego de cortar plátanos, los hombres armados le contaron que uno de los habitantes se había puesto a correr con una mochila y que ellos le habían disparado. “Búsquelo y entiérrelo, que seguro está por ahí”, le dijeron. Él buscó y buscó, pero solo encontró la mochila de su hermano, no encontró el cuerpo. La psicóloga le contó que habían escuchado esa historia antes y que creía que su hermano estaba vivo.

Cuando uno dice “sienten miedo” es difícil explicar la magnitud, la profundidad y la complejidad del terror que esas comunidades experimentan. Muchos de ellos tienen familiares en los grupos armados, entonces temen de ellos y por ellos al mismo tiempo. También recuerdan que en el año 2000 había mucha violencia y crueldad y temen que esto vuelva a ocurrir. Ese temor nunca se ha ido.

La gente de la región no dice que se están reagrupando los paramilitares, porque nunca notaron que se desmovilizaran. Siempre han visto algún actor armado ilegal en el territorio. Temen y esperan nuevos enfrentamientos. No lo infieren. Los mismos actores armados lo han dicho.

Este es un relato en primera persona de Sulaith Auzaque, doctora de Médicos Sin Fronteras. *La identidad de las personas de esta historia fue guardada por razones de seguridad.

Por Susana Noguera /@011Noguera

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