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Una visita a la casa de los muertos

En Bogotá nos desligamos de la muerte y olvidamos a quienes fallecieron en medio de la violencia, como si evadir el tema nos librara de él.

Rubén Chababo
21 de agosto de 2018 - 02:00 a. m.
Toda sociedad se define por muchas variables, entre otras, por la relación que mantiene con la muerte. / Fotos Cortesía
Toda sociedad se define por muchas variables, entre otras, por la relación que mantiene con la muerte. / Fotos Cortesía

Durante años, en mis periódicos viajes a Bogotá, viniendo desde el aeropuerto en el auto que me lleva hacia el centro de la ciudad, al pasar frente al viejo Cementerio Central, nunca he dejado de girar mi rostro para confirmar que allí siguen, en su muda presencia, los cuatro pabellones de nichos en los que Beatriz González alguna vez tatuó la memoria de la muerte.

Y en casi todos mis regresos a la ciudad siempre busco hacerme un tiempo para volver a verlos, al punto de haber transformado esas visitas en un ritual, como si la muerte hubiera pactado conmigo la obligación del retorno.

Ahora, en este atardecer gris de Bogotá, he vuelto a visitarlos. El taxi me ha dejado como siempre del otro lado de la gran avenida. La distancia que separa la vereda donde desciendo del ingreso al cementerio me permite lograr una perspectiva singular de esta obra emplazada en uno de los corazones de la trama urbana.

Recuerdo que la primera vez que advertí la existencia de los columbarios, en el camino que me traía desde el aeropuerto, desconocía su historia, desde las razones que habían impulsado a una artista a realizar esa obra hasta el espesor histórico del sitio donde había decidido emplazarla, no otro que el lugar exacto donde setenta años atrás los muertos del Bogotazo fueron depositados, uno al lado del otro, construyendo una inmensa hilera de cadáveres a la espera de su inhumación.

Bogotá es una ciudad que insiste en darle la espalda al recuerdo de sus muertos arrebatados por la violencia. Casi ningún espacio o sitio en esta inmensa metrópoli le recuerda a uno que algo ha pasado con los hijos que esta urbe ha parido, como si la muerte, ese certero destino para todos los mortales y que en este país viene mostrando su rostro de manera obscena y brutal desde hace décadas, no existiera; como si el crimen fuera una noticia lejana que a nadie debiera interesarle, problema de otros, desgracia ajena y olvidable.

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Pero los cadáveres estuvieron aquí, acumulándose como fardos en los pasillos de este cementerio, entre estas columnas que ahora miro y que en el pasado fueron rodeadas por el hedor de la carne descompuesta de esos hombres que bajaron de los cerros para terminar asesinados, como el líder que amaban, de un disparo certero en la cabeza o en el centro de su pecho. Al caminar ahora por estas galerías blanqueadas a la cal y recorridas por la tenue brisa del atardecer, es imposible no evocarlos. Y si eso sucede, si esto me sucede a mí en este instante, es porque la repetición de las figuras transcriptas en cada una de las entradas de los nichos me lo recuerda, porque cada una de esas siluetas negras que carga un cuerpo que cuelga como una bolsa pesada me invita a recordarlos y preguntarme por ellos, por quiénes fueron, por su injusto destino de puro desecho para la historia.

Toda sociedad se define por muchas variables, entre otras, por la relación que mantiene con la muerte. Cómo cuida, cómo evoca o cómo olvida a sus muertos, cómo los exhibe o cómo los esconde, habla de ella tanto o más que cualquier otro producto de aquellos que integran el honorable listado de su patrimonio cultural. Pero aquí, en esta ciudad, como en tantas otras ciudades del mundo, la muerte molesta, estorba, y entonces se la hace a un lado. Y mucho más cuando esa muerte arroja preguntas incómodas a quien la nombra. Pienso en Berlín, en los tantos años que le llevó a esa ciudad inscribir el nombre de sus deportados y asesinados sobre la epidermis urbana. Pienso en Madrid y Barcelona, donde a casi cien años de la gran masacre aún se sigue escondiendo su recuerdo detrás de la belleza y el relumbre de sus aceras bien cuidadas. O en Varsovia y Bucarest, donde desde hace años los funcionarios se esmeran en borrar las marcas que evocan la existencia de miles de vecinos que alguna vez habitaron esa ciudad y que entre un anochecer y una mañana fueron convertidos en humo y ceniza en los campos de exterminio.

Muertos molestos, muertos que al evocarlos nos recuerdan que nuestro ayer, lejos de ser un paisaje idílico, está habitado de violencia. Muertos que se quedaron en su juventud, en mitad de un sueño, cuyas vidas fueron segadas de manera indolente.

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He cruzado el portal y he comenzado a dar vueltas por los pabellones. La repetición de las imágenes es incesante. Son 9.000, eso me han dicho. Cada par de hombres va con su cadáver a cuestas diseñando las formas de un paseo funerario. Me detengo en una de las placas, en una de las tantas que de a poco ha sido tomada por la maleza. El descuido en el lugar es evidente, sin embargo, debo confesar que este estado de semirruina provocado por la desidia logra añadirle al espacio una atmósfera especial, como si esas raíces que intentan subir por uno de los lados del antiguo nicho fueran un mensaje de naturaleza resistente, como si contribuyeran a que esta obra cobre sentido, su pleno sentido, en el trabajo de erosión y lenta degradación que el tiempo, con su paso, le imprime a todo el conjunto.

Un hombre que me ha visto andar por los pasillos ha saltado una de las cintas rojas que separan la galería del parque y me pregunta, con curiosidad, por el sentido “de esos dibujos”. “Son muertos”, le digo. “¿De la violencia?”, me pregunta. Le digo que sí, de todas las violencias que vienen sucediendo y que se acumulan como en un desván olvidado desde antes del 48 y que llegan hasta hoy. Le digo que puede elegir el año que quiera, que le puede poner el nombre de la masacre que desee, el nombre del pueblo, de la comunidad, de la ciudad, de las víctimas que más prefiera, porque esta obra trasciende el recuerdo del fatídico Bogotazo que le ha dado origen y llega, con su mensaje fúnebre, hasta tocar nuestra piel en este presente.

El hombre se ofrece a acompañarme en mi recorrido, camina a mi lado y me pregunta si conozco quién hizo esos dibujos y por qué. Le digo que se llama Beatriz González y que acaso los haya hecho como un modo de invitarnos a hacer el duelo, porque hay muertos que no han sido llorados como se debe, que están bajo tierra, en el polvo, diseminados en el aire que respiramos, esperando que alguien los nombre, que se acuerde de ellos, muertos que vagan como auras anónimas y que imagino que la artista los ha querido traer hasta aquí, hasta este sitio preciso, exhumándolos del olvido, para que cuando veamos estas siluetas hagamos el esfuerzo de imaginar sus vidas, la razón de sus ausencias.

El hombre me dice que para él la muerte es una idea dolorosa. Le digo que lo entiendo, que sí, que para mí también lo es, que es así para casi todos los mortales, que el sufrimiento por la idea de nuestra propia muerte y por la de la pérdida de los seres que amamos puede ser infinito y que acaso una forma de conjurar ese sufrimiento sea este: acompañar a los ausentes, a los que ya se han ido, trayéndolos con la memoria, por un instante, de la soledad a la que han sido arrojados, para cobijarlos a nuestro lado. Y que de ese modo nuestro dolor, al juntarse con el de ellos, crea una sensible comunidad imaginaria entre vivos y muertos, haciendo que nos sintamos un poco menos solos.

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El hombre vacila, se queda pensando en mi respuesta. Luego le comento que es posible que seamos los últimos en ver esta obra, que me han dicho que hay quienes proyectan derribarla y poner en su lugar otra cosa. Para qué, me pregunta. No lo sé, le respondo. De lo único de lo que estoy seguro es que si los columbarios desaparecen, desaparecerá también este frágil diálogo con los muertos que aquí estamos teniendo, que algo del débil hilo con el que intentamos atar a estos ausentes con nuestras vidas cuando aquí venimos se volverá aún más débil, casi invisible.

No sé qué quieren hacer con este sitio, le digo. Sólo sé que la vida es sagrada, como dicen las palabras que alguien ha puesto en el frente del mausoleo, y que es necesario cuidarla como lo más sagrado que tenemos. Y que es injusto que terminen de hundir en el olvido a estos muertos que no conozco. Y que temo irme y volver mañana a esta ciudad y no encontrarlos, y enterarme de que en mi ausencia se los han llevado, arrebatados por la fuerza, a golpe de martillo y pica, del mismo modo violento como les arrebataron la vida los violentos.

No pasará eso, me dice. No habría que dejar que eso suceda.

Claro que no, le respondo. No deberíamos permitirlo.

Nos despedimos.

Me quedo repitiendo, en mi cabeza, como un mantra, su deseo y su promesa.

A mis espaldas, la noche cae sobre Bogotá, como un telón pesado y oscuro.

Por Rubén Chababo

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