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Sólo un psicólogo por cada 1.400 soldados

El final de la guerra deja cientos de combatientes con síndrome de estrés postraumático y otras condiciones mentales. Un porcentaje significativo no tiene acceso a un profesional de salud mental.

Santiago Wills*
11 de septiembre de 2017 - 09:30 p. m.
De izquierda a derecha: Nelson Arana, Luis Alfredo Celis y Huberned Pimentel. Mauricio Alvarado - El Espectador
De izquierda a derecha: Nelson Arana, Luis Alfredo Celis y Huberned Pimentel. Mauricio Alvarado - El Espectador

Todas las noches, en un conjunto residencial de un barrio marginal de Cúcuta, José Antonio Meneses, un hombre flaco de piel morena, cabello negro y ojos perdidos, muere en una ladera en Norte de Santander. A pocos pasos, en otro pequeño apartamento, Alejo Durán, un santandereano fornido, fuma dos o tres cigarros de marihuana para poder evitar las visiones de muertos y mutilados que lo esperan cuando cierra los ojos. A escasos metros, Luis Alfredo Celis, un hombre canoso de pecho ancho, quien perdió una pierna tras pisar una mina, revive una y otra vez la explosión que hoy lo obliga a utilizar una prótesis. Lejos, en Bogotá, Huberned Pimentel, un hombre delgado de Planadas, Tolima, cojea hasta un baño y toma los medicamentos necesarios para controlar los ataques epilépticos que lo aquejan desde hace años. En otro apartamento en la ciudad, Nelson Antonio Aranda, corpulento, de voz suave y aguda, le da vueltas una y otra vez al día en que lo hirieron en combate y mataron a más de una decena de sus compañeros.

(Puede leer: "Estrés postraumático: soldados atrapados en la guerra")

Todos ellos son exsoldados profesionales del Ejército colombiano. Algunos fueron diagnosticados con desórdenes mentales como esquizofrenia y trastorno de estrés postraumático, complicaciones que no tenían cuando ingresaron a las Fuerzas. Otros afirman que hoy sufren de depresión, de pesadillas inescapables, de ataques de ansiedad o ira incontrolable, y que nunca fueron evaluados por psiquiatras o psicólogos cuando fueron dados de baja. Por lo anterior, todos tienen dificultades para encontrar trabajos estables, mantener amistades o relaciones interpersonales de cualquier tipo y sostener a sus familias. En conjunto, todos encarnan los problemas de salud mental que sufren silenciosamente los ex combatientes de nuestra guerra.

En las Fuerzas Armadas, la salud mental de los soldados activos y pensionados se encuentra a cargo de Sanidad Militar. Para cumplir con ese propósito, esta entidad ha implementado una serie de protocolos y sistemas de respuesta que buscan lidiar con los problemas mentales que produce la guerra. Estos incluyen, entre otros, exámenes psicológicos para nuevos soldados, consultas y acceso a profesionales de la salud mental en los batallones, y encuestas para que oficiales y superiores puedan reportar cambios en los comportamientos y estados de ánimo de sus subordinados. En papel, el sistema está diseñado para evitar que personas con desórdenes mentales entren al servicio, identificar a aquellos ya sirviendo que los desarrollen y ayudar a aquellos ya retirados para que puedan reintegrarse a la sociedad sin mayores percances.

No obstante, debido al estigma que rodea los problemas mentales en la cultura colombiana y a una escasez de recursos que repercute en pocos estudios serios sobre el tema, miles de soldados se ven obligados a convivir con problemas de salud mental en muchos casos causados por su servicio. La guerra está llena de eventos traumáticos cuya experiencia produce alteraciones físicas en los cerebros de las personas. Estos cambios llevan a trastornos en el comportamiento que se clasifican como desórdenes mentales. En Colombia, los eventos traumáticos sobran, por lo que no hay razón para pensar que hay un porcentaje significativo de excombatientes con problemas.

“Estaría asombrado si entre un 25 y un 30 % de los combatientes en Colombia no tienen algún tipo de problema mental”, me dijo, en Nueva York, el doctor Charles Marmar, jefe de Psiquiatría del Langone Medical Center de la Universidad de Nueva York.

Sanidad Militar carece de cifras exactas sobre el número de soldados activos o pensionados efectivamente diagnosticados con este o aquel trastorno. Lo que hay es un registro del número de consultas realizadas y su relación con uno u otro problema. En 2016, Sanidad atendió 99.950 consultas en el área de salud mental, un tercio de las cuales correspondieron a exámenes y asesorías. La cifra es enorme, pero de cualquier manera puede quedarse corta para el problema en cuestión, sobre todo si se tiene en cuenta que entre el Ejército y la Armada, fuerzas que a mayo de 2017 sumaban más de 225.000 efectivos, hay poco más de 150 psicólogos y una decena de psiquiatras. Esto es, alrededor de un profesional de salud mental por cada 1.400 hombres, una razón por lo menos 1,75 veces menor a la indicada por estudios del Ejército estadounidense. Si a esto sumamos que la mayoría de los psicólogos y psiquiatras se encuentran en centros urbanos importantes, encontramos que un porcentaje significativo de las Fuerzas Armadas no tiene acceso o tiene dificultades para acceder a un profesional de la salud mental.

Lo anterior concuerda con los testimonios de una decena de exsoldados a quienes entrevisté en los últimos meses. Más allá de los protocolos establecidos en papel, no parece existir mayor educación sobre temas de salud mental en el Ejército y la Armada. Pocos de los veteranos a los que entrevisté conocían los síntomas de los desórdenes mentales comúnmente asociados a la guerra y ninguno consideró la posibilidad de visitar un psicólogo en el batallón para acabar con las pesadillas, la depresión, y los cambios de ánimo repentinos. (Muchos, de hecho, recurren al alcohol o a las drogas –un problema considerable que se calla en las Fuerzas Armadas, de acuerdo con exsoldados y organizaciones no gubernamentales). Ninguno recibió atención psicológica inmediata luego de regresar de un combate, incluso después de haber sido heridos. Y una vez dados de baja, ninguno recibió ayuda para facilitar la transición a la vida civil, lo que en ocasiones produjo problemas con sus parejas y familias. “Tal vez la mitad de los soldados o por lo menos un porcentaje muy alto terminan separándose de sus parejas cuando son dados de baja”, me dijo Germán Hernández, presidente de la Asociación Colombiana de Soldados e Infantes de Marina Profesionales en Retiro y en Pensión (Acosipar).

(Lea: "Psicología positiva, ¿la cura para el estrés postraumático en Colombia?")

El tema es preocupante si se tiene en cuenta el costo económico a corto y largo plazo de los problemas psicológicos y psiquiátricos. Entre 2007 y 2012, el gobierno estadounidense gastó 4.500 millones de dólares en costos relacionados con la salud mental de sus soldados, más de la mitad del PIB de un país como Ruanda. No invertir ese dinero, sin embargo, puede salir aún más caro, sobre todo considerando que muchos de los desórdenes pueden tratarse exitosamente en un gran porcentaje de los casos. Las enfermedades causan enormes deterioros en la productividad laboral. Según la Organización Mundial de la Salud, en 2010, el costo en productividad laboral perdida debido a los desórdenes mentales fue de alrededor de 8,5 billones de dólares, más de 30 veces el PIB actual de Colombia.

Las Fuerzas Armadas no tienen estudios sobre el costo económico que representan para el país los soldados que han sido diagnosticados con un problema de salud mental. Mientras estos no existan, hombres como José Antonio Meneses, Alejo Durán, Luis Alfredo Celis, Huberned Pimentel, Nelson Antonio Aranda y decenas de miles de soldados más permanecen ocultos en las estadísticas, sin trabajo y con dificultades para hallarlo, al igual que otro par de millones de colombianos. No obstante, para ellos la situación es diferente, pues sienten que las Fuerzas Armadas y el Gobierno son en gran parte responsables de su estado actual. “Así como la guerrea uno allá, le toca a uno guerrearla aquí –me dijo José Antonio Meneses, en Cúcuta—. Mentira, aquí es peor. Es que allá por lo menos usted está guerreando con un solo enemigo, que es la guerrilla”.

* Esta historia se realizó gracias al apoyo de la Rosalynn Carter Fellowship for Mental Health Journalism/Universidad de la Sabana.

Por Santiago Wills*

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