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Monseñor Darío Monsalve y su apuesta por la paz con Eln

El arzobispo de Cali no se cansa de lanzar propuestas para tratar de salvar el diálogo con los elenos que debe reactivarse el próximo martes. Estos son los pasos del hombre que desde antes de ordenarse como sacerdote propiciaba entornos de paz.

Nicolás Sánchez A. / @ANicolasSanchez
08 de diciembre de 2016 - 03:09 p. m.
Monseñor Darío Monsalve hace todos los esfuerzos para generar confianza entre el Gobierno y el ELN para que arranque la fase pública de diálogos. / Cortesía El País de Cali
Monseñor Darío Monsalve hace todos los esfuerzos para generar confianza entre el Gobierno y el ELN para que arranque la fase pública de diálogos. / Cortesía El País de Cali

Habla fuerte y claro.  Sabe que sus palabras, a veces, no son bien recibidas, pero eso no lo trasnocha. Al fin y al cabo lleva más de 40 años de vida al servicio de sus feligreses, prestando sus buenos oficios para solucionar conflictos, reconciliando pandilleros, ayudando a liberar secuestrados. No le extraña que lo descalifiquen o le pongan etiquetas como la de “cura guerrillero”. Monseñor Darío de Jesús Monsalve se sigue reuniendo en la cárcel, en el monte o donde le toque, con los jefes del Eln para encontrarle salidas a la negociación que está empantanada.

Su última propuesta en este sentido fue criticada. Monseñor habló de “desodinizar” el proceso con esta guerrilla, dando a entender que se debe superar cuanto antes la discusión en torno a la liberación del dirigente político del Chocó Odín Sánchez, tema que el gobierno ha puesto como condición para seguir dialogando. El Eln, por su parte, dice que quiere seguir con la agenda pactada el pasado 30 de marzo que no incluye el tema del secuestro y la extorsión.

En un solo día, el prelado soltó otras propuestas más: traer la mesa a Colombia porque en Ecuador y Venezuela hay en marcha procesos electorales internos que pueden perjudicar los esfuerzos de paz; crear una comisión de las dos partes para tratar el tema del secuestro en general; y hacer un acuerdo humanitario que incluya gestos de lado y lado. 

Esa ha sido su tarea en los últimos meses: tratar de acercar a las partes. Y en ello se ha empeñado a pesar de las últimas amenazas que le llegaron a finales del mes pasado a través de panfletos. Rechazó la escolta y dijo que seguiría adelante con su trabajo. Y así lo ha hecho no solo con el proceso del Eln sino con su trabajo pastoral en Cali.

En la capital del Valle creó, hace tres años, un programa llamado Rosario al Sitio, que llega a los lugares de la ciudad donde han ocurrido asesinatospara pedir, camándula en mano, la reconciliación y aliviar el dolor de las víctimas. Y no deja de lado su labor humanitaria ayudando en la liberación de secuestrados como lo hizo con Gernot Erich Wober, Eduardo Sierra, Felipe Calle y Jesús Villar, cuatro personas que estaban en poder del Eln.

Y mientras hace gestiones para desarmar pandilleros en los barrios deprimidos de Cali –una de sus obsesiones ha sido luchar contra la delincuencia urbana- Monsalve también ha estado cerca del proceso con las Farc. Él acompañó a las familias de los 11 diputados secuestrados y asesinados por esa guerrilla en los actos de perdón. Y fue muy activo en la campaña a favor del plebiscito que se adelantó el 2 de octubre para refrendar el acuerdo. Todavía retumban sus declaraciones en las que señaló que “todo ciudadano honesto votaría SÍ” y por las que levantó tantas ampollas, sobre todo en  dirigentes del Centro Democrático. 

Tampoco le tembló la voz para ser crítico con la Iglesia Católica por su falta de claridad a la hora de apoyar el plebiscito. “Es producto de la influencia de un mundo que está propenso a la involución y al status quo”, dijo. 

Y para demostrar que  no se preocupa por ajustar sus posiciones a lo políticamente correcto, basta recordar su crítica al bombardeo del Ejército en el que murió Alfonso Cano, porque “no le preservaron la vida” al jefe guerrillero.

La vida de Monsalve no siempre estuvo marcada por la violencia. Él recuerda que su casa era “una especie de Frente Nacional. Mi mamá, María Ligia, era goda a morir y mi papá, Antonio José, un liberal que nunca votaba por un godo”. Sin embargo, iban a votar juntos. 

La tranquilidad era rutina. Creció entre el olor dulzón de los ocho cañamelares que había en la vereda La Miel, de Valparaíso (Antioquia). Recuerda que para llegar a la finca familiar, que se llamaba Lagunitas por la cantidad de sectores lagunosos que había en su interior, desde el pueblo “tenía que trasegar caminos muy empantanados”. 

Su primer acercamiento al estudio lo hizo de la mano de su padre, que era auxiliar de Radio Sutatenza, la emisora que bajo la dirección de otro monseñor –José Joaquín Salcedo-, alfabetizaba campesinos a través de programas radiales. Para completar su estudio de primaria le tocó salir de la finca hacia el pueblo en 1959. Llegó a la casa de Pastora Ramírez, una tía de su papá. 

Por esa época para hacerse a unos pesos que le permitieran comprar golosinas en la escuela se iba a un solar a recolectar hojas de un árbol que luego vendía a los carniceros quienes las usaban para empacar la carne a la hora de venderla. Su hermana Esneda, dos años menor que él, recuerda que Darío le daba parte de ese dinero para sus onces.

A sus ocho años, el hoy arzobispo ya dejaba ver su vocación. Aprendió a hablar latín porque era monaguillo de la Iglesia de Valparaíso. Los fines de semana los pasaba en la finca y los domingos hacía sentar a sus padres y a todos sus hermanos para rezar la misa en latín. Un banano, que él mismo cortaba en rodajas, hacía las veces de hostia. 

 Cuando cursaba quinto de primaria llegó a su salón el obispo Augusto Trujillo Arango. Preguntó quién tenía vocación sacerdotal y él, sin dudarlo un segundo, levantó la mano. Trujillo le preguntó por qué consideraba que tenía esa vocación y él respondió: “Porque Dios lo quiere y la gente me necesita”.  Al año siguiente entró al seminario menor de Jericó, donde estuvo interno durante 7 años. En 1967 se graduó de bachiller.  

En el 68 pasó al seminario de Medellín y fue allí donde tuvo uno de sus primeros acercamientos con las luchas sociales. Ese año en la capital antioqueña se adelantó la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano cuyo resultado fue el Documento Final de Medellín. En este se daban a conocer varias orientaciones para el ejercicio sacerdotal en América Latina. 

El documento denunció situaciones como la desigualdad y la falta de oportunidades: “En lo económico se implantaron sistemas que contemplan sólo las posibilidades de sectores con alto poder adquisitivo”, reza el documento. Darío recuerda con desilusión que el escrito tenía “ideas muy bonitas para el continente, pero después las juzgaron como comunistas”.

En ese mismo evento conoció al obispo de Buenaventura, Gerardo Valencia Cano. “Él era quien más nos apoyaba con nuestras ideas de transformación social”, recuerda. Se hicieron tan cercanos que Monsalve consideró ir a trabajar con él a Buenaventura, pero cuando la decisión estaba tomada, éste último murió en un accidente aéreo el 21 de enero de 1972. 

Pero su contacto con las realidades sociales no se quedó ahí. Ese año llegó a Bogotá para cursar Licenciatura en Teología en la Universidad Javeriana. Por esos años vivió en Soacha, mientras llegaban centenares de personas desplazadas de todo el país. Él trabajaba en la única parroquia que tenía el municipio y le tocó acompañar a quienes llegaban a invadir terrenos para instalar pequeños ranchos sin acceso a servicios públicos. Apoyó a las comunidades de barrios como Santa Ana, La Veredita y San Mateo. “Era muy dura la situación”, rememora.

Cuando terminó sus estudios en teología fue ordenado como sacerdote en Jericó en 1976. Luego cursó una especialización en Biblia en la Pontificia Universidad Gregoria de Roma (Italia). Ese claustro también pertenece a los jesuitas, a quienes monseñor dice tenerles mucho cariño. Cuenta que alguna vez le propusieron hacerse jesuita, pero él respondió con una broma: “Yo soy vaquita criolla y ustedes ganado fino”. Cuando volvió al país llegó a Jericó, en donde fue rector del seminario menor entre 1988 y 1993.

Confrontando la violencia

El año 1993 marcó para siempre el curso de su vida, la violencia lo empezó a mirar a los ojos. Llegó a trabajar en la parroquia Nuestra Señora de las Victorias del barrio Andalucía-La Francia,  en la comuna nororiental de Medellín. Allí hacían presencia pandillas, milicias urbanas de las guerrillas y reductos del M-19. Los pandilleros del sector lo declararon persona no grata y él, indignado, decidió cerrar la iglesia. 

Unos días después los milicianos fueron en compañía de varias mujeres del sector y él decidió reabrir el centro religioso. “Ahí aprendí que la violencia no se resuelve con hechos de falsa valentía, sino que hay que pensar cuáles son los fenómenos que arrastran a los adolescentes a eso. Desde ese momento me comprometí a sacar a esos muchachos de la violencia”, enfatiza. 

Con ese propósito, en medio de asesinatos, hurtos y diferentes expresiones de violencia, la arquidiócesis de Medellín creó el programa Pare (su lema era “Pare no dispare”). En el marco de esa iniciativa se hacían pactos de no agresión entre los armados y se abrían espacios de conciliación entre los bandos enfrentados. De Medellín, con un legado de paz, salió en el 2001.

Monseñor recuerda que logró desescalar el conflicto que había entre las milicias 6 y 7 de noviembre compuestas por reductos del M-19 que no se acogieron a la desmovilización, ubicadas en el barrio La Sierra, y milicianos del Eln que estaban en el Barrio Juan Pablo Segundo. Casi todos los días se enfrentaban de barrio a barrio, en medio de lo cual resultaban muertos y heridos tanto civiles como combatientes de ambos barrios. Sobre esta interlocución con los armados él dice que “siempre han respetado mi trabajo social porque ha sido independiente, autónomo e imparcial”. 

Aunque parecía que no podría estar en una región más violenta que en la Medellín de los 90, le llegó el turno de conocer la violencia en la Colombia rural. En el 2001 llegó al Cañón del Chicamocha medio, una región que recoge municipios de  Boyacá y Santander. “Mi Dios como que me destinó a tener una niñez y una juventud pacíficas para luego tener que torear la violencia”, reflexiona al recordar esos años. 

Sobre lo que vivía en esa región casi no hablaba con su familia para no preocupar a su mamá. En la zona estaban el Bloque Central Bolívar (BCB) de los paramilitares, el Frente 45 de las Farc, la delincuencia común y años después entró la Fuerza Pública. El padre se dedicaba a denunciar las afectaciones a la población civil perpetradas por esos grupos. 

El BCB le quiso hacer varios juicios de guerra. Sin embargo, por medio del diálogo, el religioso logró adelantársele a la tragedia. Se reunía en parajes apartados con emisarios del comandante “Pedro” para explicarles que su trabajo era de índole humanitaria. “Solo Dios sabe lo que viven los obispos en esas zonas violentas”, dice.  

La realidad era tan dura que el padre vio como miles de familias de la zona empezaron a salir hacia Venezuela buscando tranquilidad. “Esas zonas se desploblaron miedosamente”, afirma. A pesar de esas condiciones de terror, Monsalve estaba empecinado en poner la Iglesia al servicio de la comunidad. Dolly y Esneda, dos de sus hermanas, iban a visitarlo. “La gente de allá vive muy agradecida con él”, coinciden. 

Una de las obras que Monsalve logró consolidar fue el seminario en San José de Miranda (Santander). Lo inauguraron el 20 de septiembre de 2008. Mientras estuvo allá siempre le dijo a su familia que él consideraba que había llegado a esa zona por la voluntad de Dios y que esta no podía ser confrontada. 

Monsalve creía que estaba destinado a trabajar durante el resto de su vida en el campo. Su familia tenía la esperanza de que volviera a Medellín. Pero la Iglesia tenía otros planes. El papa Benedicto XVI, lo nombró arzobispo de Cali en 2010. Desde ese año está trabajando en esa ciudad. 

Sueña con crear una fundación, en compañía de sus 18 sobrinos, en su natal vereda en Valparaíso,  para ayudar a los campesinos de la región. También piensa irse a vivir al campo cuando su cuerpo no aguante más el trajín. Su gran apuesta, sin embargo, la resume así: “Hay que ayudarle al país a que aprecie la capacidad que tienen los guerrilleros de cambiar y ayudar a que la sociedad civil se transforme para no quedarse repitiendo los mismos odios y rumiando los mismos rencores”.

 

El trabajo de Monseñor en Cali

Desde que Monseñor Darío Monsalve llegó a Cali dio de qué hablar. Renunció a los lujos del Palacio Arzobispal, en pleno centro de la ciudad y se fue a vivir a una vivienda , en un barrio de estrato 3.

Su llegada tuvo un gran impacto, porque rompió la rutina de la sociedad caleña. Luego de la muerte de monseñor Isaías Duarte Cancino -a manos del Eln- la institución había entrado en un silencio abrumador, así que Monsalve hizo sentir la presencia de la Iglesia y le dio el protagonismo que había perdido. 

Pero también significó la resistencia del empresariado y la clase dirigente más conservadora por sus fuertes críticas a la falta de sentido social de las élites que, según él, solo persiguen el ánimo de lucro. Sus referencias al cura Camilo Torres tampoco son bien recibidas en este tipo se sectores. Se sabe que incluso han pedido su salida del arzobispado.

Como le dijo a este diario una persona que conoce de cerca su trabajo en la capital del Valle de Cauca, “Es un hombre de amores y de odios. Pero hay que decir que mucho más de amores que de odios””. 

Su experiencia pastoral en Medellín lo ha llevó a obsesionarse con su lucha por desactivar la violencia urbana. En Cali, por ejemplo, creó la Vicaría de la Reconciliación y ha seguido su trabajo con pandillas.  

También hay sectores que critican su excesivo protagonismo en el escenario nacional, pero Monseñor insiste en su tarea. “El gran desafío que tenemos ahora es meterle el hombro a la paz urbana. Eso es lo más importante para Colombia”.

 

 

 

 

Por Nicolás Sánchez A. / @ANicolasSanchez

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