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La paz de la guerrilla indígena Quintín Lame

Después de 30 años de haber surgido este grupo insurgente, cuatro excombatientes relatan por qué se alzaron en armas y qué pasó con sus vidas después de desmovilizarse.

Edinson Bolaños* / @eabolanos
09 de junio de 2016 - 09:47 p. m.
Después de 30 años de haber surgido este grupo insurgente, cuatro excombatientes relatan por qué se alzaron en armas y qué pasó con sus vidas después de desmovilizarse. / Cortesía
Después de 30 años de haber surgido este grupo insurgente, cuatro excombatientes relatan por qué se alzaron en armas y qué pasó con sus vidas después de desmovilizarse. / Cortesía

Estoy en la casa de los excombatientes del Movimiento Guerrillero Quintín Lame, cerca al centro de Popayán. Afuera hay un afiche que publicita la aspiración de Aníbal Pame al Concejo de esta ciudad. Mientras los espero en su sala de juntas, entra Édgar Vivas, el dirigente social de los más de 10.000 mototaxistas de la capital caucana; después ingresa María Deicy Quistian, la indígena nasa y empresaria que le vende la leche que produce en su finca a la multinacional Alpina, y finalmente, con una mochila tejida en lana de ovejo, llega Henry Caballero, el vocero de paz de este movimiento insurgente que oficialmente surgió el 4 de enero de 1985, con la toma al municipio de Santander de Quilichao. Los cuatro son excombatientes.

María Deicy también es la esposa de Gildardo Fernández, el último comandante de esa guerrilla. Su historia encarna el nacimiento y la razón de ser de este movimiento guerrillero indígena. Cuando decidió tomar las armas tenía 17 años y lo hizo porque el Ejército encarceló a su padre y a su madre durante tres años en Santander de Quilichao, cuando se resistieron a salir de la finca que los terratenientes pretendían recuperar a sangre y fuego.

Ellos eran los “mayordueños” de una hacienda del resguardo Las Delicias, en el municipio de Buenos Aires, y para salir de esa propiedad exigían que los propietarios les pagaran los diez años que habían trabajado la tierra a cambio de nada. “A veces venía el Ejército a la madrugada y nos arrancaba las matas de café que ya estaban para cosechar, y si no cogían a los compañeros, los culateaban y los apresaban por ocho o quince días”, recuerda María Deicy.

Entonces, los indígenas empezaron a juntarse para defender las más de 25 haciendas que habían recuperado en los últimos años, lo cual había desatado una guerra cruel contra sus dirigentes: hasta 1978 los comuneros asesinados eran 50, entre ellos los dirigentes Justiniano Lame, Marco Aníbal Melenje y Avelino Ul. Los asesinos: pájaros a sueldo, que en muchos casos fueron los mismos indígenas pagados por los terratenientes.

Hasta ese momento, Quintín Lame estaba en la clandestinidad y sólo era un grupo de autodefensa que protegía a los líderes indígenas y patrullaba las tierras recuperadas. Pero decidió salir a la luz pública como movimiento guerrillero tras el desalojo por la policía antimotines y el Ejército de la hacienda López Adentro, del municipio de Caloto, una finca cañera que se habían tomado los indígenas a principios de 1984. El resultado de la incursión fueron varios muertos y heridos. Sin embargo, la gota que rebosó la copa fue el asesinato del padre Álvaro Ulcué, el 10 de noviembre de ese año.

El 31 de mayo de 1991, cuando María Deicy, Édgar y Aníbal se reunieron en el campamento de Pueblo Nuevo, Caldono, para dejar las armas, los tres lloraron. No había motivos para celebrar, a pesar de que se pactaba el fin de la guerra. Pero han pasado 24 años desde ese día y los excombatientes todavía piensan que fue una decisión equivocada porque, aun siendo testigos del fracaso del proceso de paz del Gobierno con el M-19, no tuvieron el coraje de decir que no. “Cuando mataron a Carlos Pizarro, eso fue un mal síntoma, y teníamos que tener cuidado, pero no lo hicimos… Cuando la banda de guerra sonó, yo no lo podía aceptar, pero a nosotros nos faltó berraquera, nos faltó amarrarnos los pantalones y decir no”, dice María Deicy, y aún se le entrecorta la voz.

Édgar Vivas, que también se fue a la guerrilla cuando tenía 17 años, mintiéndole a su madre con que se iba a cosechar café al Valle para ayudarle en la casa, dejó la boina, se quitó el camuflado y soltó el fusil con la esperanza de que no los fueran a matar al día siguiente, pero pasaron los meses y vino la masacre de El Nilo, en la cual asesinaron a 20 comuneros, situación que empezó a revelarles que la paz de los derechos humanos que se había pactado, el Estado empezaba a incumplirla con una masacre en la que se vio involucrada la Fuerza Pública.

Aun con esas dificultades reconocen que estrategias como regresar a sus territorios a ejercer como líderes o comuneros los blindaron de ser asesinados, como a los dirigentes del M-19, o de ser exterminados, como a los miembros de la UP. “Fue muy importante haber jugado el rol de dirigente social, porque, a pesar de que en el monte se aprendió a echar tiros, también aprendimos a serle fiel a la comunidad y ese es nuestro mejor refugio”, relata Édgar.

Al día siguiente de la desmovilización llegaron en bus al hotel El Bosque, de Popayán. Ahí estuvieron concentrados por varios días y con escoltas. La mayoría, dice Aníbal, ni siquiera eran bachilleres. “Yo había cursado tercero de primaria y casi todos estábamos entre los 24 y 25 años”.

Por eso, después de que dejaron el fusil, se dieron cuenta de que nada de lo que habían conseguido en la lucha armada les pertenecía. “No teníamos sino tierra en las uñas. Yo traía dos niñas y estaba esperando otra y no había dónde vivir, pero eso nos enorgullece, porque finalmente peleamos por las comunidades”.

Posteriormente se hicieron acuerdos para negociar tierras y 37 excombatientes del Quintín Lame accedieron a ellas para pagárselas al Gobierno durante 15 años. “Eso fue lo único que logramos negociar, además de los $2 millones que nos entregaron y un salario mínimo que duró como un año”, comenta Édgar.

Sin embargo, para Henry Caballero, uno los mayores logros de ese proceso de paz fue la participación del movimiento indígena en la Asamblea Nacional Constituyente. Aun con las carencias de tener un vocero sin voz y sin voto, los indígenas lograron el reconocimiento de la jurisdicción especial en los temas de salud, educación y justicia propia, desconocidos hasta entonces por la Constitución de 1886.

Aníbal Pame, quien hoy aspira al Concejo de Popayán, después de desmovilizarse regresó al seno de su familia. Se fue a la guerrilla cuando estaba en octavo de bachillerato y después de ser encarcelado varias veces durante las movilizaciones estudiantiles que promovía en el colegio Antiguo Liceo de la capital caucana.

“Cuando llegamos al hotel El Bosque, ya me pude contactar con mi familia. Pero, vaya sorpresa, me dijeron que de ninguna manera fuera a decir que yo era del Quintín —‘Véngase calladito, porque no se sabe qué pueda pasar por acá, eso es peligroso’—. Pero regresé y sigo en el movimiento social e indígena”, comenta.

Henry Caballero es administrador de empresas de la Universidad Nacional, donde se inclinó por la economía solidaria, que sólo vio reflejada en el modelo económico del movimiento indígena en Tolima. Posteriormente llegó al Cauca a ser el vocero de paz de la guerrilla Quintín Lame, por petición del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC).

La misma organización que en 1990 tomó la decisión de que el Quintín Lame debía desmovilizarse. Entre octubre y noviembre de ese año Henry Caballero se reunió con el consejero presidencial Jesús Antonio Bejarano, y ya en el primer mes de 1991 les exigieron estar en el campamento donde iban a entregar las armas porque estaba próxima la Constituyente.

“El proceso fue muy apresurado y tranquilamente podemos decir que el 90% de los combatientes del Quintín Lame no querían ese proceso de paz, pero también se entendía que quien se había metido al grupo lo hacía por un compromiso con las comunidades y que, en ese sentido, ellas decidieron que había que hacerlo”, puntualiza Caballero.

Al final de la tertulia, en la casa que los 157 guerrilleros desmovilizados compraron para seguir el proceso social, cada uno escoge una fotografía para representarse. Ninguno selecciona las que muestran armas. Al contrario, quieren hacer memoria resaltando el proceso social y político que fortaleció al movimiento indígena en Colombia después de que depusieron los fusiles.

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Por Edinson Bolaños* / @eabolanos

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