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Haciendo País

La cocina de la reconciliación

La cocina y la comida colombiana como una forma de reintegración: esa es la apuesta de la Escuela Manq’a de gastronomía.

Beatriz Valdés Correa @beatrijelena
16 de octubre de 2017 - 06:02 p. m.
/Foto: Nelson Sierra.
/Foto: Nelson Sierra.
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En la cocina, con sus uniformes blancos, no se distinguen historias, no se identifican pasados ni dolores. Dentro de la cocina de la Escuela Manq’a, en Cali y en Bogotá, se aprende de la comida colombiana, se rescatan los ingredientes propios y, sobre todo, se da un paso a la reintegración: cocinan juntos excombatientes, víctimas y población civil.

El modelo de las escuelas Manq’a fue diseñado por Meelting Pot e ICCO Cooperación, una ONG holandesa que trabaja por los medios de vida sostenibles hace más de 50 años. Manq"a comenzó en Bolivia y luego en Colombia. La idea de la escuela es que los jóvenes de bajos recursos puedan formarse como cocineros, pero usando productos sanos, saludables y colombianos. También, en la misma línea de rescatar lo local, se aprenden recetas colombianas de distintas regiones del país.

Cada semestre ingresa un nuevo grupo de estudiantes de muchos lugares del país y todos llevan sus historias consigo. La escuela no las ignora, pues al inicio tienen entrevistas y ejercicios psicológicos. La interacción, por el contrario, surge primaria y espontánea, pero a medida que avanza el curso, surgen los pasados, las amistades y la reconciliación. ¿Cómo? A la Escuela Manq’a llegan, por medio de la Agencia para la Reincorporación y la Normalización (ARN), jóvenes que están en proceso de reinserción a la sociedad y aceptan la posibilidad de la cocina. Ahí se encuentran con otros que no combatieron, pero que llevan el conflicto en su historia.

Lina Narváez, 28 años

Lina es indígena del pueblo Nasa. Nació y creció en la vereda Pan de Azúcar, jurisdicción de Corinto (Cauca). Su tierra fue hostigada por las Farc durante años, de hecho, los recuerdos son dolor. Entre lágrimas parece ver morir algunos familiares, escuchar balaceras y esconderse.

Cuando era una adolescente, su familia se mudó para el casco urbano. Ahí tuvo sus dos hijos, Santiago y Juan Daniel, y se dio cuenta de que la vida ahí no le prometía lo que ella quería.

No quería cultivar, raspar o transportar coca, no quería participar de la guerra, quería estudiar. Y en eso, decidió irse a vivir a Florencia (Valle del Cauca).

Llegó sin trabajo, con sus dos hijos y dispuesta a no vararse. Encontró la Escuela Manq’a por casualidad, por recomendación de un amigo. Dice que se emocionó con la idea de cocinar con los sabores de su tierra y poder hacer algo distinto. Lo hizo, terminó los seis meses en la Escuela y continuó con la etapa productiva en un restaurante.

Ahora piensa en lo bello de la tierra, en la finca y en que esa tierra produce comida, mas no es esponja de sangre. Se siente orgullosa de nunca haber trabajado con droga y, aun así, de no alejarse de su pueblo. Pero Lina no solo aprendió a cocinar, también hizo grandes amigos y descubrió seres humanos donde antes pensaba que había maldad.

En un primer momento no sabía que algunos de sus compañeros estaban en proceso de reintegración, pero a medida de que los conocía se encontró con sus pasados. Dos compañeros eran excombatientes, uno de las Farc y otro de las Auc.

“Salí del pueblo diciendo que no quería volver a ver a esa gente, que todos los guerrilleros eran malos”, dice. Luego recuerdo darse cuenta de que debajo del uniforme existían seres humanos que tenían familia y que no eran “los malos”. Logró conversar sobre sus vivencias en la guerra y entender que sufrieron, pero que lo dejaron todo atrás.

Ahora está en proceso de comerciar mermeladas para generar ingresos. Su proyecto es asociarse con otras mujeres y usar las frutas y demás alimentos que provee su tierra.

Al otro lado, también del campo, también cercanos a la tierra, están los excombatientes. Justino y Harol, al igual que Lina, terminaron sus estudios en la Escuela Manq’a y ahora proyectan su vida hacia la comida saludable y propia.

Harol Yasno Andapiñá, 32 años.

 “Mi sueño no era ser guerrillero, era ser un gran militar. Pero fui soldado de otro lado y no me arrepiento.

A los 13 o 14 años me incorporé a las Farc. Fui con ellos y pasé bastante tiempo allá. De mi vereda, La Mata, Neiva, nos fuimos siete muchachos, ahora mismo solo seguimos dos vivos. La idea de irme fue por portar un uniforme y un arma, realmente no estaba consciente de lo que hacía. Con el tiempo tuve idea de qué estaba haciendo.

Me desmovilicé por una decisión rápida.

Ahora miro un futuro con mi casa, que es lo que más he soñado y por lo que he trabajado. Mi compañera conoce mi proceso, sabe quién fui y se lo conté desde el principio. Ella lo aceptó y me dijo que el pasado era pasado. Ahora, con ella, quisiera tener una familia y miro mi futuro pensando en tener mi propio negocio de comida”.

Harol llegó a la escuela por ofrecimiento de la ARN. Nunca le había interesado la cocina, pero no le dio miedo. En cambio, sí lo asustó ser rechazado o discriminado por su pasado, cosa que no sucedió. Ahora sigue el camino de volver a la vida civil, a veces, aún prevenido al relacionarse con la gente.

Justino Rojas Cifuentes, 38 años

“Hice parte del segundo grupo de la Escuela Manq’a y la experiencia fue muy importante.

Soy de Cundinamarca. Pertenecí al grupo de las Farc. Me fui a los 17 años. Lo hice porque uno en su juventud no tiene la madurez suficiente y cuando necesita un consejo, no tiene una persona que le diga cuáles son los pasos buenos y los malos.

Mi sueño siempre fue haber sido ingeniero industrial. Pero uno siempre se encuentra con tropiezos, todo tiene su espiral, la vida sube y baja. Ahora, con todo lo que viví, creo que aprendí muchas cosas.

Duré 17 años dentro de las filas, pertenecí a varios frentes y compañías móviles. Ingresé al frente 42, luego estuve en compañías diferentes y luego al frente 53, que fue del cual me desmovilicé.

Fue complejo. Uno siempre piensa en la suerte después de eso. Tomé la decisión de desmovilizarme pensando en mi familia. Yo duré esos 17 años y nunca supe nada de mi papá ni de mi mamá. Yo, la verdad, siempre me hacía la idea de que alguno de los dos iba a hacer falta. Y la sorpresa más grande y más hermosa que me llevé fue encontrarlos a ambos vivos.

Ingresé a la escuela por medio de la ACR. Yo no nunca había tenido interés o una pasión por la cocina, pero cuando uno llega a la escuela y empieza a darse cuenta de todo lo que uno puede hacer a través de la cocina, dice “Uf, esto es otra cosa”.

Cuando llegué a la escuela me encontré con toda clase de personas. Algunas que no tienen nada que ver con el conflicto, así como compañeros que pertenecieron al grupo armado. La interacción con las personas que no pertenecieron fue muy bacana porque nunca nos rechazaron, nunca sentimos que nos miraron mal.

Ahora siento que pienso en cosas diferentes, hay muchos sabores que conozco, y cualquier platico que yo me prepare, me parece delicioso. Quiero montar un lugar de comidas rápidas, pero modificadas, que incluyan ingredientes que le den otro sabor.

Yo pienso que la cuestión de las guerras en el mundo siempre ha sido por la comida y la tierra. Ahora, ¿por qué no balancearnos? Sería bueno darnos la oportunidad de compartir, tanto nosotros como desmovilizados, como el resto de la gente. Si el problema es por un plato, entonces que esa misma sea la solución. Por qué no sentarnos dentro de la cocina y decir: comamos, dialoguemos y solucionemos los problemas”.

Por Beatriz Valdés Correa @beatrijelena

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