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Goles en las nubes de Dabeiba (Antioquia)

En la misma cancha en la que llegaron 300 combatientes de las Farc con la promesa de cumplir los acuerdos de paz, y los policías que cuidarían de ellos, un partido de fútbol une a quienes solo veían desconfianza por todas partes.

Patricia Nieto*
24 de junio de 2018 - 09:39 p. m.
"Desde la tribuna el partido se ve como en la pantalla de un viejo televisor. La neblina espesa impone el gris como color universal en este encuentro amistoso". /Foto: Paul Smith
"Desde la tribuna el partido se ve como en la pantalla de un viejo televisor. La neblina espesa impone el gris como color universal en este encuentro amistoso". /Foto: Paul Smith

Un paño blanco ondea en lo alto de Paraíso Escondido, una pequeña colina en los bordes de la Serranía de Urama. La bandera, clavada justo donde las montañas de Antioquia se empuñan como preparando su caída en deltas hacia la planicie cordobesa, es advertencia y señal. Esta es la tierra de Carmen Cardona Tuberquia y familia, anuncia. Son tiempos sin guerra, proclama.

Al pie de la vara rústica que sirve de asta, Carmen arranca yerbajos. “Si usted ve la bandera, sabe que ya llegó”, dice bajito. Agarra el ‘gecho’ desde el tallo bajo y lo jala lento y con firmeza para que se desprenda con raíz. “¿Cierto?”, completa la pregunta con una mirada densa, cargada del verbo que parece no estar en sus palabras. Retira el yuyo desgajado con el rastrillo que es, para estos casos, su mano y se interna en el laberinto de la casa.

Desde la cima de Paraíso Escondido, la tierra de Carmen se ve con forma y contenido. En un plano abierto cabe la patria grande, la imaginada: un paisaje compuesto de cuchillas y cañones incrustados en las márgenes del Nudo del Paramillo, ese prodigioso “accidente orográfico” de la cordillera Occidental de los Andes de donde se desprenden, como hilos, tres serranías y cuatro ríos que se internan en las sabanas del Caribe. En un plano cerrado se dibuja la patria chica, la recordada: 17 hectáreas un tanto llanas que Carmen y su hermana Ana María recibieron como herencia de sus padres, Álvaro Cardona y Rosa Tuberquia, campesinos capaces de romper las montañas para fundar un caserío.

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“Finca El Guayabo, vereda Llano Grande-Chimiadó, municipio de Dabeiba, departamento de Antioquia: nos enseñó a decir mi papá”, recuerda Carmen ya de vuelta al pasillo, que es como el balcón de un faro, mientras se lima las uñas recién lavadas. El índice derecho sirve de guía: la finca comienza en los bajos de Paraíso Escondido. Una parte cae suavecito hacia el cañón del río Antadó, que en su caída hacia Chocó se unirá al río Sucio, y la otra se empina en una cuchilla indomable. En la cuchilla boscosa, el papá juró nunca dar un golpe de azadón porque allá está la madre del agua. En la suavecita, usó hacha y machete para abrirles campo a los cultivos de plátano, maíz, fríjol, café y al entable panelero con trapiche y horno. También dispuso, hace más de medio siglo, dos lotes para servicios: uno, en la parte baja, para enterrar a los muertos y otro, arriba entre los árboles de balso, para jugar con la pelota.

El bosque oscuro y apretado sigue aferrado a la cuchilla, manando agua a chorros y en vapor; calmando la sed y fabricando nubes espesas como las que Carmen observa con los ojos entre­cerrados antes de anunciar que pronto serán lluvia. Rastros de tierra arada es lo que queda del cultivo. En lugar de las copas verdes de las plataneras, las espigas doradas del maíz y las florecitas blancas del fríjol, en la finca retoñaron 216 techos grises para proteger a quienes regresaron de la guerra en enero del año pasado. Del viejo trapiche no se ve ni un tiesto En la parte baja, las tumbas conservan los crucifijos y un jardín de lirios rojos y palmas púrpura acompaña a los muertos viejos y a los que recién llegan. En el plan de arriba ya no queda ni un balso, a todos los derribaron hace 40 años cuando Álvaro Cardona decidió ampliar su campo de juego. Hoy la cancha de El Guayabo excede las medidas reglamentarias de 90 metros por 45 y es sometida a vedas de juego, tanto en invierno como en verano, para proteger el pasto.

Carmen intenta precisar los términos del proyecto de su padre después de describir los arcos y la tribuna techada hacia donde ve caminar a los aficionados sabedores de que viene el aguacero. “Cuando tuve conocimiento, estaba yo de 10 años, oí a mi papá decir que no era vender sino dejar usar”, dice mientras mira como auscultando el significado de esas palabras. Álvaro Cardona dio permiso, sin fecha de vencimiento, para jugar fútbol en su cancha. A cambio recibió una carga de maíz de los vecinos beneficiados: her­manos, tíos, sobrinos, primos hermanos y primos segundos residentes en los cañones que se ven en primer plano y en otros ocultos en los pliegues de la serranía.

Una vez cerrado el trato —dos bultos de maíz, que pudieron pesar unos 115 kilos, costó el derecho a usar la cancha sin límite de tiempo— comenzó el ajetreo en El Guayabo. Cada domingo las familias de Llano Grande y otras vecindades arribaban a la finca para modelar el terreno a punta de hacha, pica y machete y así reinventar el fútbol en la cresta de la cordillera. Dice Carmen que en convite, comida y bebida de por medio tumbaron balsos, cortaron manzanillos y arrancaron cañas; cavaron zanjas, movieron piedras y limaron suelos; trazaron las laterales, levantaron arcos y marcaron el centro; formaron equipos, compraron tenis y echaron a rodar el balón.

Un silbido que viene desde abajo anuncia el comienzo del amistoso de hoy, sábado 28 de abril de 2018. A falta de árbitro, Javier Charry, ingeniero civil, ha dado la orden de jugar. Si bien silbar no hace parte de sus funciones como administrador del Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación Llano Grande, como llaman ahora a la finca El Guayabo, ha tomado la iniciativa para evitar que los 22 jugadores envueltos en neblina se congelen. El arco occidental es atacado por la selección azul de Llano Grande, “una suerte de mixtura veredal” dice un narrador espontáneo apostado en la tribuna norte. En el área de tiro se defiende en bloque el equipo con una banda roja del Batallón de Infantería número 46, Voltígeros, de la XVII Brigada del Ejército de Colombia, que acampa a menos de un kilómetro de la cancha.

Desde la tribuna el partido se ve como en la pantalla de un viejo televisor. La neblina espesa impone el gris como color universal en este encuentro amistoso que sirve de fogueo para el equipo local, precipitado al descenso en el Campeonato Interveredal de Dabeiba. Los azules se fueron a pique después de ganar los primeros ocho partidos de una serie interminable formada por 14 equipos que compiten en la modalidad de ‘todos contra todos’. Los jugadores se mueven como detrás de un telón que matiza los colores e impide distinguir los azules de los rojos. La lluvia, anun­ciada por Carmen desde su faro, ya se descarga sobre el llano e impide oír los gritos de los jugadores. Solo el balón verde, como un mango biche, se ve rodar de oriente a occi­dente en busca del gol.

La pelota se desplaza impulsada por patadas de los azules. Rueda unos metros sobre el césped. Su trayectoria es interrumpida por el choque de guayos y tenis de lona desde donde se eleva en arco, se pierde entre la neblina y luego se precipita veloz, como una gota gigante, brillante. Al caer en un pozo, su movimiento cesa. Ya no desciende, ya no rueda. Endurecida y petrificada queda a merced de 22 jugadores, se le abalanzan. Detenida en la charca, la pelota no responde. Los azules, “más rudos que técnicos” según el espontáneo, terminan enredados como anzuelos mientras que los rojos, “pura fibra y disciplina” según el mismo experto, recuperan la pelota y la mandan fuera del campo, a un chiquero donde engordan 20 cerdos.

Con el juego suspendido, la ‘mixtura veredal’ gana tiempo. ‘Rodrigo’, director técnico de los azules, llama a una breve charla. Él, que aprendió a observar, analizar, planear, ordenar y controlar durante 33 años como guerrillero de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, muchos de ellos como miembro del Estado Mayor del Bloque 18, no pierde tiempo en hablar de las lagunas de la cancha ni de los perros que la invaden ni los piscos que se posan en el lateral sur, justo a su lado. Habla recio para que sus 11 hombres entiendan cómo aprovechar el fuera de lugar; y luego de secarse la cara con una toalla que carga sobre el hombro, se dirige en voz baja a algunos de los suyos con una frase corta y una mirada seca.

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El azul es un equipo extraño, “fuerte en la individuali­dad delantera”, dice el de la tribuna, pero parece desajus­tado en la estructura. Se conformó hace menos de un año cuando Yabirson Salas, nacido en Llano Grande hace 39 años y sembrador de fríjol desde que cumplió 10, reclamó una planilla para inscribir un equipo en el torneo intervere­dal. Con la idea de que Llano Grande podía volver a la liga, después de una larga ausencia pues se quedaba sin jóvenes cada vez que la guerra arreciaba en esos cañones, recorrió en motocicleta los 21 kilómetros que separan a Dabeiba de la vereda tratando de armar, en su imaginación, una alineación con titulares y suplentes, pero fracasó.

Gonzalo David, presidente de la acción comunal y uno de los miembros de la histórica selección de Llano Grande que ayudó a tumbar balsos para despejar la cancha, dio con la solución. “Siempre hemos jugado los de aquí”, dijo. “Siempre hemos sido los David, los Úsuga, los Salas, los Cardona y los Tuberquia combinados con primos y cuña­dos”, recordó. “¿Cierto?, preguntó igual que pregunta Carmen buscando afirmación. “Y ahora ¿quiénes somos los de aquí, pues?”, dijo señalando con un brazo el caserío que se extiende por la pendiente que cae suavemente al cañón y, con el otro, el campamento trepado en la lomita.

Al escuchar esto, a Yabirson, coleccionista de balones y padre de cuatro niñas y un niño que aman el fútbol, le brincó el corazón. Dejó de pensar que en Llano Grande son solo 160 personas, la mayoría mujeres y niños. Abrió el censo e incluyó a los 210 excombatientes del Bloque Iván Ríos de las Farc que viven en casas de cemento en la finca El Guayabo y a los 35 carabineros de la Unidad Especial para la Edificación de la Paz de la Policía Nacional que habitan loma arriba. El balance, satisfactorio en número de posibles deportistas, también le dio a pensar que los recién llegados, jóvenes exguerrilleros y jóvenes policías, podrían dejar de verse como enemigos y unirse en una fuerza para conseguir un gol.

Después de recordar lo dicho por los abuelos, evaluar experiencias y echar cuentas, Yabirson llegó a tres con­clusiones: Llano Grande debía tener un equipo de fútbol porque así lo quisieron los mayores al construir la cancha. Llano Grande podía tener una selección porque durante el primer torneo de integración, realizado en agosto de 2017, excombatientes, campesinos, policías y soldados recono­cieron que no en todo eran como el agua y el aceite. Llano Grande, una vereda con 405 habitantes, estaba obligada a tener una selección de fútbol.

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Con el uniforme azul pegado al cuerpo después de la lluvia, los once muchachos de la selección Llano Grande parecen uno solo cuando escuchan a su técnico. ‘Rodrigo’ habla del fuera de lugar, pero ellos están concentrados en la peculiar norma que se dieron para evitar revivir, en la can­cha de El Guayabo, los combates propios de una guerra que hizo fuego durante más demedio siglo. “El que se calienta, se retira” es la frase que susurran mientras que el técnico habla de táctica, es el lema al que acuden para prolongar su estancia en el partido convencidos de que el fútbol se dis­fruta más en tiempos de paz, es el mantra que recitan para honrar los sueños de la infancia. Todos los azules habrían sido futbolistas si la violencia, con su carga de pobreza y desamparo, no los hubiera tirado al rudo trabajo campesino o a las filas de los grupos armados. Quizá también ‘Rodrigo’, el viejo comandante convertido en director técnico que no abandona su nombre de guerra, habría deseado abrazarse a una camiseta y no a un fusil como lo hizo el 23 de julio de 1985 en el sur de Córdoba.

Pie de foto: En el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación Llano Grande se enfrentan excombatientes de las Farc y miembros de la fuerza pública. /Paul Smith

 

Luis Felipe Mosquera, ‘García’ en tiempos de las Farc, aprieta la boca mientras escucha al técnico. Tiene claro, a los 24 años, que no es tiempo para la rabia y que un ‘mal dicho’ en medio del partido lo puede despojar de la mayor felicidad posible de alcanzar en el tedioso ‘espacio’ donde está asignado. Seguir el balón es como volver a la infancia en las orillas del río Mandé, en Urrao, donde jugaba con una bola de papel como pelota. Estar en la cancha es revivir las tardes como defensa del equipo del Frente 34 de las Farc que, vestido con la amarilla de Colombia y calzado con gua­yos profesionales, pedía partido en cada caserío por el que pasaba con el único propósito de hacer amistad.

Bryan Camacho, de 24 años, recibe las órdenes de ‘Rodrigo’ con la altivez de su oficio. En el alojamiento dejó la pañoleta amarilla que lo identifica como carabinero de la Policía Nacional de Colombia, junto a otros arreos como gorra beisbolera, esposas, pistola Sig Sauer 2022 y balas de 9 milímetros. Mueve las piernas para espantar el frío y para controlar la obsesión por marcar al recio delantero del equipo rojo. Tal vez piensa que el juego sería más sencillo, más lúdico y menos tosco si John Sebastián Cely —el 10 de los azules, con experiencia en las inferiores del Atlético Bucaramanga— y Mauricio Alarcón —que marcó 100 goles en la selección del departamento de Córdoba— estuvieran en El Guayabo y no en El Socorro, Santander, y en Montería, Córdoba, disfrutando de nueve días de descanso después de trabajar 45. Solo despega la mirada del director para dos cosas: comprobar que su colega Jeferson Arévalo, guajiro de 22 años, sigue en pie pese a la lluvia y al pantano para abrirle paso al delantero azul por el lado izquierdo; y al imaginar, con los ojos cerrados, que es de nuevo un niño que juega fútbol en las playas de Ciénaga, Magdalena.

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Édgar Díaz, ‘Johnatan’ en las Farc, recibe la lluvia sin quejarse porque en sus 20 años como guerrillero raso apren­dió que ella es compañía. Escucha a ‘Rodrigo’ y sonríe, apa­cible. Está en la cancha para evitar el avance de los rojos con su cuerpo bajo y rudo. Se despojó de las aretas no solo para cumplir el reglamento, sino para no lastimar a los soldados que hoy juegan en su contra. Parece meditar mientras que otros jugadores sufren. El fútbol se le ha revelado tres veces en la vida. La primera, cuando preguntó por una camiseta verde y blanca que le pareció bonita y entonces, ya con 14 años de edad —seis de ellos en el Frente 18—, le tocó preguntar qué era eso que llamaban fútbol. La segunda, cuando, acusado de porte ilegal de armas, estuvo preso en las cárceles Bellavista, Pedregal y Acacías y jugar a mañana, tarde y noche lo salvó de la tristeza que para un hombre del Nudo de Paramillo significa el encierro. Y, la tercera, es la de ahora cuando, en lugar de secar lagunas para hacer canchas —como hacía en la selva—, encontró la cancha de El Guayabo disponible y pudo dedicarse a jugar con los viejos enemigos, a extenderles la mano, a darles confianza.

Yabirson interrumpe la charla técnica y anuncia que ya ‘Manchas’, el dueño de los cerdos, ha rescatado la pelota y advertido que las 200 gallinas están a punto de escapar. A la orden de jugar, los azules reaccionan como energizados. Son los dueños de la pelota una vez la rescatan de un punto pantanoso y muerto donde ha girado como una pirinola. Avanzan hacia el arco contrario donde Cristian Arroyave, comandante del Batallón Voltígeros, capitán del equipo rojo, ambidiestro, líder y fibroso, les exige trabajo en equipo para superar la defensa. Una vez derribada la gran muralla, ‘Ochea’ —menudo, negro, ligero, risueño y adornado con un turbante naranja— se acerca confiadamente al arco, dispara y anota.

Hay alegría en la tribuna donde Yurlady, Tatiana, Angie, Jeisner y Sofía, los hijos de Yabirson celebran la felicidad del papá advertidos por Javier, el que sabe silbar y también ver entre las nubes, que los azules han anotado. “El primer gol es augurio de los muchos que vendrán” dice el narrador espontáneo después de analizar la fortaleza y consistencia de los rojos y la agilidad y rapidez de los azules. Con la pelota en el centro de la cancha y un marcador de 1 a 0 la tensión baja, los equipos se reordenan y entran en un juego más sistemático que el de los primeros minutos. Una vez roto el embrujo de la red, el fútbol se vuelve baile punk en la cancha de El Guayabo.

En el momento en que los ritmos cambian, un campe­sino solitario que ha disfrutado hasta el éxtasis la rudeza de la primera parte decide marcharse. Desciende de la tribuna, pisa el punto de tiro de esquina de la cancha roja, monta en su caballo blanco y toma el sendero como si fuera a subir a Paraíso Escondido pero no lo hace. Carmen lo ve perderse loma arriba y recuerda que él, como ella, son sobrevivientes desde hace más de 30 años.

En 1990 los campesinos de esos cañones de la Serranía de Urama comenzaron a recorrer con frecuencia los 190 kilómetros entre Llano Grande y Medellín. Salían de la montaña por miedo a ser asesinados y regresaban por temor a perder sus tierras. En ese ir y venir pasaron lustros y varios ejércitos —guerrillas, paramilitares y Fuerza Pública— que se disputaban el paso hacia Córdoba y las rutas hacia los ríos Atrato, que dan movilidad hacia Panamá, y Cauca, por el que se alcanza el valle del río Magdalena y, por esa ruta, medio país.

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La cancha cobraba vida cada vez que alguna familia retornaba. “Allá descargaba la gente sus corotos y armaba fogata y cambuche antes de seguir montaña adentro”, señala Carmen el viejo campo de juego de su padre donde advierte que, después de 110 minutos del silbido inicial, siguen jugando azules contra rojos. Allá aterrizó el heli­cóptero que trajo a los funcionarios del gobierno para darle visto bueno a Llano Grande como hogar transitorio para los hombres de las Farc que dejarían la guerra. Allá pernoctaron los patrulleros de la Policía que llegaron el 29 de diciembre de 2016 en espera del arribo de los guerrilleros en proceso de desmovilización. Y también allá, en la cancha, descar­garon las mochilas los 300 combatientes de las Farc que se presentaron, todavía armados, el 30 de enero de 2017, con el compromiso de cumplir los acuerdos de paz escritos en La Habana.

La cancha de El Guayabo parece ser territorio libre, pero no lo es. Sobre ella y sobre el cementerio —donde reposa José Darío David Úsuga, esposo de Carmen, asesinado por las Farc en 2008— pesa la voluntad de Álvaro Cardona de usarlos para lo que decidió. Jugar fútbol en la primera y enterrar a los muertos en la segunda. Por respetar la palabra del padre y ser consecuente con su propio dolor, Carmen no aceptó incluir los lotes de servicio, el bosque y un pequeño cafetal en el terreno alquilado al gobierno para construir las casas provisionales de los excombatientes. Hasta ahora nadie se atreve a contradecir la voluntad de los Cardona, padre e hija, en un caserío donde no hay templo ni alcaldía, pero sí la presencia simbólica del gobierno nacional que todavía no informa qué va a pasar con esta tierras cuando los excombatientes, según lo pactado, deban salir de sus pueblos de tránsito.

“Dios me pone esta tarea y yo debo cumplirla”, declara Carmen al pie de la bandera blanca que sembraron sus hijos para honrar al papá asesinado. “Nos han dicho que tenemos que aprender a perdonar y parece que yo llegué al lugar y al tiempo para hacerlo”, confiesa y se mira otra vez la limpieza de las uñas para disimular el temblor de los labios a punto de gemir. La algarabía que viene de la cancha donde ya celebran el noveno gol disipa el gesto de dolor de Carmen. Toma aire y vuelve al tono bajo y sostenido de su voz. Confiesa que ella estará bien si pasados algunos meses puede conservar la cima de la colina que José Darío bautizó Paraíso Escondido cuando regresaron del exilio, como cien­tos de familias de Dabeiba, con la decisión de quedarse. Tal vez al cementerio lo protejan los espíritus de los muertos y la terquedad de los vivos. Y la cancha… dice Carmen que está a salvo porque está escrito que “ella no se desgaja de la comunidad”. La cancha de El Guayabo sobrevivirá a todas las ‘hojarascas’ porque en ella está sembrado el sueño de los viejos de dar felicidad a todos los hombres aun en días de neblina, aun en épocas de incertidumbre.

 

*Esta historia hace parte del libro “La pelota de trapo”, narración en la que creyeron la Fundación Tiempo de Juego y el programa Alianzas para la Reconciliación de USAid y ACDI/VOCA.

Por Patricia Nieto*

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