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En Sumapaz están listos para borrar las huellas de la guerra

La comunidad de la localidad rural de Bogotá tendrá el desafío de orientar a los operadores del desminado humanitario para descontaminar el territorio. Será un trabajo voluntario y remunerado.

Juan David Moreno Barreto/ @judamoba / jmoreno@elespectador.com
18 de junio de 2017 - 12:52 a. m.
Auder Molina, de 33 años, recuerda que la vereda Auras, en el corregimiento de Nazareth, fue epicentro de enfrentamientos y activación de minas antipersona.  / / Óscar Pérez
Auder Molina, de 33 años, recuerda que la vereda Auras, en el corregimiento de Nazareth, fue epicentro de enfrentamientos y activación de minas antipersona. / / Óscar Pérez

En la montaña de la vereda Auras, en medio del silencio y la espesa niebla, donde hace dos décadas se escuchó el estallido de una mina antipersona, los campesinos rememoraron el terror que les producía el espectro de la muerte. En esa ocasión, según recuerdan, dos vacas resultaron mutiladas y, tras su sacrificio, se esparció entre la comunidad el temor de recorrer los cerros del corregimiento de Nazareth, en la localidad de Sumapaz. Eran tiempos en los que su territorio era epicentro del conflicto armado.

A menos de 600 metros del sitio de la explosión había un colegio, que ahora se llama Jaime Garzón. Desde ese día, en la mente de los niños quedó grabado un imaginario de que aquel punto sería otro sector vetado. Se cancelaron las caminatas y las convivencias. Los adultos decidieron no volver y arrearon su ganado hasta donde consideraban que estaría a salvo. A dos horas del casco urbano de Bogotá se libró una guerra que reunió muchos ingredientes del conflicto colombiano: reclutamiento de menores, enfrentamientos entre el Ejército y la guerrilla, disputa por el territorio, abusos de los actores armados, siembra de artefactos explosivos y abandono de municiones.

Desde que se decretó el cese al fuego, tras las negociaciones entre el Gobierno y las Farc, volvió la tranquilidad a los 780 kilómetros cuadrados de la localidad bogotana. En 2016 se registró un homicidio y en lo corrido de 2017 ningún habitante ha perdido la vida de manera violenta. Es muy extraño que denuncien un robo a una casa o un atraco. De hecho, como lo reconoce la alcaldesa local, Francy Liliana Murcia, lo máximo que se ve en la región es que corran una cerca, que la comunidad haga fiestas por tres días continuos o saquen los parlantes al frente de sus casas y los pongan a todo volumen en la noche. “Lo más grave que ocurre es que se emborrachen y se peguen con una botella. Se regulan muy bien”.

El temor y la incertidumbre, sin embargo, están vivos en los territorios. A pesar de que el ruido de los fusiles, para su fortuna, es un hecho del pasado, a los campesinos bogotanos les preocupan las huellas de la guerra: las minas antipersona y las municiones abandonadas en las fincas, en las zonas boscosas, cerca de los ríos Blanco y Sumapaz o a pocos pasos de los colegios, puntos en donde, según las autoridades, perdieron la vida dos personas.

Por eso, luego de que el Ministerio del Posconflicto anunció que iniciará en los próximos meses un proceso de desminado humanitario en 165.000 metros cuadrados donde hay sospecha de la presencia de artefactos explosivos, la comunidad asegura que esa será una oportunidad de volver a apropiarse de la localidad. En ese sentido, el gobierno local ha asegurado que los campesinos tendrán la posibilidad de participar de manera activa en la identificación de las minas, a cambio de que su trabajo sea remunerado. “Eso sí, no serán obligados a hacerlo”, agregó Murcia.

Auder Molina trabaja como vigilante en el colegio Jaime Garzón, pero se reconoce como campesino. Sus coterráneos lo ven como un líder. “Ojalá puedan retirar esas minas y los artefactos explosivos. Eso solo genera pánico y terror psicológico”, dice. Él propone que las autoridades puedan empezar a buscar no solo en donde hubo explosiones, sino en aquellos lugares sobre los que patrullaban o acampaban los actores amados. “Bien sea porque los puso la guerrilla o los abandonó el Ejército”.

Sobre este punto, la mandataria local explica que el proceso para delimitar las zonas consistió en recibir información de las comunidades, el Ejército y las Farc. “A comienzos de año nos dijeron que ya estaban los operadores, pero no el dinero requerido (un millón 700 mil dólares). Empezamos esa lucha por buscar la financiación a través de cooperación internacional, pero cuando nos reunimos con el ministro del Posconflicto, Rafael Pardo, nos dijo que podíamos contar con los recursos que serán girados a la localidad. Lo único que viene ahora es que los operadores hagan todo el plan técnico y estratégico, y presenten la propuesta al Gobierno Nacional para que puedan hacer el desembolso”.

‘Perdimos a toda una generación’

La localidad del Sumapaz se constituyó, durante el conflicto armado, en un corredor estratégico de las Farc. Además de Cundinamarca, limita con los departamentos de Meta, Huila y, en un punto estrecho, con Tolima, lugares en donde esa guerrilla ha tenido presencia histórica. Desde mediados de los noventa, Auder Molina fue testigo de cómo los grupos ilegales reclutaron a sus conocidos. También asegura que la Fuerza Pública cometió abusos en contra de la población civil.

“Uno se siente víctima de lado y lado. Cuando llegaba el Ejército, ellos cogían los animalitos y se los llevaban. La guerrilla, por su lado, reclutaba a la gente. Éramos poquitos y su ausencia se notaba. Nos quitaron una generación completa de muchachos entre 14 y 18 años, en plena edad productiva. Eso también generó desplazamiento, porque las familias se fracturaron”.

Enrique Díaz, un campesino de 53 años, aprendió de sus abuelos el arduo trabajo de sembrar papa en Sumapaz y a cultivar la paciencia que se requiere para utilizar la yunta de bueyes. Asegura que se resistió a abandonar la tierra que heredó y reconoce que nunca fue capaz de entender el lenguaje de la guerra. “Yo no me iba a ir a la ciudad, porque la vida está acá. Pero sí fui testigo de todo: se agarraban al frente de uno y se veía la plomacera. Era aterrador. En cualquier parte que hubiera combates, era terror para nosotros”.

La comunidad insiste que ellos intentaron ser neutrales. Su amabilidad característica fue confundida con amistad y sus modales respetuosos con veneración. Por eso cargan hoy con un estigma que consideran injusto, debido a que ellos insisten en que intentaron alejarse de todos los grupos armados, de atenderlos en sus negocios cuando no había otra opción y a la hora de recordar abusos, ninguno sale bien librado.

“La atención no tenía que ver con invitar a la guerrilla a las casas... ¡No! Cuando las Farc bajaban, pedían insumos a las casas, a las tiendas. Los campesinos tenían miedo de decirles que no y su única opción era venderles. Luego llegaban los otros y decían que estaba prohibido hacer eso. Pero uno cómo les decía que no. Siempre el campesino estuvo entre un bando y el otro. Entonces tocaba saber llevar esa relación para que la comunidad no se victimizara”, dice la mandataria local, quien además recuerda que las Farc reclutaron a jóvenes del territorio. “Muchos que se criaron conmigo, murieron en combate. Y cuando llegó el Ejército, la gente empezó a tener cercanía con ellos. La guerrilla se molestó mucho y se empezaron a registrar desapariciones de civiles”.

Y es que aseguran que la situación de orden público se agravó a partir de 2001, cuando fracasaron las negociaciones del Caguán y las Fuerzas Militares iniciaron un contraataque contra la guerrilla. Las estadísticas que presentó la Fundación Seguridad y Democracia indicaron entonces que la guerrilla recurrió con mayor frecuencia a las emboscadas y a la instalación de minas antipersona en sus zonas de influencia. En el momento en que se recrudeció la guerra, cuando entró el Batallón de Alta Montaña, la sociedad civil quedó en medio de los enfrentamientos y muchas veces fueron blanco de los violentos, solo por sospecha. En 2009, las Farc secuestraron a cuatro ediles, a dos los liberaron y a los otros dos los asesinaron. En ese período, el Ejército logró hacerse al control del territorio. A pesar de los intentos de la guerrilla por regresar a la localidad y volver a consolidar sus corredores, los cabecillas que intentaron hacerlo cayeron en manos de las autoridades.

Laboratorio de paz

En un salón del colegio Jaime Garzón, al menos una veintena de campesinos llegan periódicamente para construir una agenda de paz territorial. Las autoridades locales identificaron las necesidades y las expectativas de la comunidad y determinaron que los puntos del Acuerdo de Paz que más han llamado la atención de los habitantes de Sumapaz son aquellos que tienen que ver con la reforma rural integral y la reparación a las víctimas. “También les preocupa el manejo de las condiciones ambientales del páramo y la llegada de nuevos visitantes al territorio o el ecoturismo, que mal manejado puede generar destrozos en la zona”, indica Carolina Albornoz, coordinadora del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación del Distrito.

En esos encuentros, las autoridades han aprovechado para desmentir información relacionada con que una vez culminen las labores de desminado, se dará vía libre al ecoturismo. “No hemos determinado que sea un territorio con vocación turística. El llamado es para que las personas que hacen caminatas y acampan, no lo hagan aún en Sumapaz, porque tenemos territorios minados”.

Por ahora, la prioridad de la comunidad es tan básica como fundamental. La presidenta de la Junta de Acción Comunal del corregimiento de Nazareth, Claribel Martínez, asegura que lo más importante “es que podamos caminar seguros en nuestro territorio”.

Por Juan David Moreno Barreto/ @judamoba / jmoreno@elespectador.com

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