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El hospital para atender las urgencias del alma

Las víctimas son las enfermeras y los exvictimarios son los camilleros en un hospital que se ha convertido en el primer paso hacia el perdón y la tranquilidad espiritual para decenas de víctimas del conflicto en Colombia. 

Germán Gómez Polo / @TresEnMil
25 de febrero de 2018 - 02:00 a. m.
El hospital para atender las urgencias del alma

Existe un hospital en el que se trata el odio. Llegué como invitado a un lugar que rompía con los esquemas tradicionales de los hospitales. No se diagnostica ni se trata ningún otro tipo de enfermedad porque, básicamente, se intenta ofrecer una cura a los problemas que superan el ámbito físico y afectan esos espacios interiores a los que sólo es posible llegar a través de una conexión espiritual. Debo decirlo: mis padres son católicos, crecí y estudié en un colegio que profesa esa religión, pero hoy ni voy a las iglesias ni soy ferviente practicante de ese credo. Eso no fue necesario para presenciar la catarsis y las formas en las que un cuerpo se explota en el llanto al dejar salir las culpas que pesan como auténticas cruces y el regocijo al que llegan quienes intentan perdonar.

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En ese lugar se encontraron cara a cara, el pasado fin de semana en la Casa de Paz, en Subachoque (Cundinamarca), las víctimas y los exvictimarios de un conflicto que ha desangrado al país durante más de medio siglo. Que dejó a madres sin hijos, a esposas sin esposos y a millones de personas sin la esperanza de poder vivir sin tener que sentir las balas sobre sus cabezas. Estuvieron exmiembros del Ejército de Liberación Nacional (Eln), de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) y de las Autodefensas Unidas de Colombioa (Auc) junto a quienes fueron afectados por las armas y sus decisiones. Estuve en un Hospital de Campo, una iniciativa de la sociedad laica que tomó como suya la intención del papa Francisco de convertir la Iglesia católica en un hospital en el que se daban los primeros auxilios a los que tenían el alma herida de muerte, que funcionara lo más parecido posible a un hospital de campaña en medio de una cruenta guerra.

Desde que asumió como máximo jerarca de los católicos, en 2013, Francisco dejó ver su deseo de que la Iglesia fuera, desde la confesión, el primer lugar al que los creyentes acudieran para curar sus heridas. En febrero de 2015, el papa desarrolló su idea desde la capilla de la Casa de Santa Marta, en el Vaticano: “Cuánta gente que necesita que sus heridas sean curadas. Esta es la misión de la Iglesia: curar las heridas del corazón, abrir puertas, liberar, decir que Dios es bueno, que Dios perdona todo, que Dios es padre, que Dios es tierno, que Dios nos espera siempre”. Sin embargo, desde un año antes, los laicos, en cabeza de Diana Sofía Giraldo, cofundadora de la fundación Víctimas Visibles, desarrollaban las gestiones para que en Colombia se creara el primer hospital de campo en el mundo. De alguna manera, un país con más de ocho millones de víctimas, en medio de la coyuntura del proceso de paz con las Farc, se convertía en un escenario ideal para echar a andar un proyecto de reconciliación.

En 2014, durante el Congreso Apostólico Mundial de la Misericordia, que se realizó en Colombia, Giraldo le expuso la idea al cardenal Francisco Javier Errázuriz, uno de los ocho religiosos elegidos por el papa Francisco para conformar el Consejo de Cardenales. Su mensaje tomó buen camino y, como si se tratara de la ratificación de su proyecto, Francisco habló —en la carta que anunció su visita a Colombia y que firmó en 2015 el cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado del Vaticano— de la necesidad de que cada parroquia se convirtiera en un hospital de campo: “Que en la Iglesia todos hallen sanación y oportunidades para recuperar la dignidad perdida o arrebatada. Que allí se haga posible el arrepentimiento, el perdón y la decisión de no reproducir nuevamente la cadena de violencia. Que aquellos que actuaron desde la violencia allí puedan reconocer las dolorosas consecuencias de sus acciones, con las cuales no solamente han hecho daño a las víctimas, sino que han herido su propia dignidad humana”.

De esa forma se inició un proyecto que lleva diez encuentros y que hoy cuenta con el apoyo del cardenal Rubén Salazar y el nuncio apostólico en Colombia Ettore Balestrero. En él se conservan los procesos de transformación interna de decenas de personas que han caminado hacia el perdón. Las víctimas son las enfermeras, los exvictimarios son los camilleros y los sacerdotes, los médicos. Ha sido en ese espacio donde Pastora Mira, una de las víctimas más visibles del conflicto en San Carlos (Antioquia), ha contado cómo los paramilitares desaparecieron en 2001 a su hija Sandra Paola. O cómo los paramilitares del bloque Héroes de Granada mataron en 2005 a Jorge Aníbal, su hijo menor, y que tres días después recibió en la cama de su hijo muerto a un joven herido y le salvó la vida. Y que ese mismo joven, al reaccionar y ver las fotos de Jorge Aníbal en la que había sido su habitación, le confesó a Pastora que él era uno de los asesinos.

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En ese hospital de campo, dentro de un recinto religioso al que se entra sin zapatos y al que los organizadores han denominado como la “sala de cirugías”, el sargento del Ejército Luis Alfonso Beltrán Blanco y el sargento de la Policía César Augusto Lasso, quienes estuvieron secuestrados por las Farc durante 13 años, se sentaron junto a Henry Beltrán, su carcelero en la selva, para contarnos cómo fue su eterno cautiverio. También ahí, en ese espacio, María Angélica Guzmán dejó salir, con el llanto en la garganta, la historia de cuando las Farc mataron a su hijo y tomó la decisión de ingresar a las Auc en busca de venganza. Escuchamos a exguerrilleras sollozando con intensidad mientras recordaban cómo les hacían trizas su dignidad y a víctimas de la masacre del Eln en Machuca (Segovia, Antioquia), que, dicen, todavía no son capaces de perdonar. En ese lugar, muchos dejamos caer lágrimas, conmovidos y enterados, en serio, de que el conflicto lo hemos visto desde la ciudad, por televisión, acostados en camas cómodas con crucifijos sobre nuestras cabezas. Y que a uno, definitivamente, no le ha pasado es nada.

Por Germán Gómez Polo / @TresEnMil

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