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Cuando se publicaron los resultados del referendo sobre los acuerdos de paz en Guatemala (que los votantes tenían que aprobar para que fueran implementados), la edición de El Tiempo del 18 de mayo de 1999 registró: “Contrariamente a todos los análisis y sondeos, que daban por descontado que la población aprobaría los cambios constitucionales previstos en los acuerdos de paz entre el gobierno de Álvaro Arzú y la ex guerrilla de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), más de la mitad de los electores rechazó la propuesta gubernamental, dejando una sombra de duda dentro de la comunidad internacional, que aún no se explica el resultado adverso a lo que se suponía debía ser el último paso para sellar la reconciliación en la nación centroamericana”.
Habría que cambiar muy poco en ese párrafo para trasplantarlo a los hechos del domingo pasado: Álvaro Arzú por Juan Manuel Santos, la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca por las Farc, la nación centroamericana por la nación sudamericana. La historia no es una línea, sino una rueda viva. Aunque han pasado 17 años de aquel fracaso, los optimistas abusaron de nuevo de su optimismo; las encuestas se afincaron de nuevo en la confianza de la victoria; los votantes se ausentaron de nuevo de las urnas; los votantes decidieron de nuevo sin estar informados.
Existen diferencias visibles entre el proceso de paz que se realizó en Guatemala y el que inauguró el gobierno de Santos en 2012. En Guatemala, la sociedad civil quedó en el medio de una estrategia contrainsurgente que degeneró en sendas masacres tanto por parte de los militares como de los guerrilleros. El proceso de paz era una suma de violencias: tanto el Estado, que reprimía y mataba, como la guerrilla, que atacaba sin cesar, tenían que detenerse. Los diálogos también contaban con un componente étnico con una carga diciente en los acuerdos.
El proceso duró cinco años (1991 a 1996, cuando se concertó el acuerdo final). Tres presidentes negociaron. Ambas partes pretendían resolver un conflicto que sumaba por entonces más de 30 años y que, estaba claro, no se resolvería por la vía militar. Por lo tanto, llegaron a tres acuerdos básicos: reforma sobre los derechos humanos, reforma sobre la identidad y los derechos de los pueblos indígenas y otra sobre la situación agraria. En medio estaban las modificaciones a la participación, al desarme, la creación de una Comisión para el esclarecimiento histórico de las violaciones de derechos humanos y cambios al sector de justicia.
Los guatemaltecos votaron no. Todo el acuerdo cayó.
Las similitudes entre ambos procesos, entonces, se multiplican. Arzú tenía una baja popularidad y los entusiastas del sí carecían de bases populares para ganar el referendo. Eran más numerosos y persistentes los miembros de la derecha conservadora, apoyada también en las Fuerzas Militares. Las mentiras eran rezos: corrió el rumor de que las Fuerzas Militares se iban a acabar si ganaba el sí. En Guatemala, votó el 18% de los ciudadanos que podían hacerlo; en Colombia, votó el 37%. El analista Jerónimo Ríos Sierra escribió en The HuffingtonPost: “En aquella ocasión, en Guatemala participó menos del 20%. En Colombia ayer lo hizo el 37%. Es decir, casi dos de cada tres personas con derecho a voto prefirieron no votar. La abstención debe entenderse en clave de desafección y de falta de respaldo al proceso de paz, y a ello se une que una mayoría de votos exigua está en contra del diálogo”.
Deshechos los acuerdos de paz, el gobierno hizo cuanto pudo para salvar algunas de sus partes. Por eso, todo cuanto se pudo presentar como proyecto de ley cumplió ese trámite. Por eso se desmovilizó la URNG y por eso algunos de sus militantes terminaron en política. Las reformas de fondo, sin embargo, aquellas que pretendían terminar con la raíz del conflicto —es decir: el control del militarismo, la determinación de la defensa de los indígenas, su reparación integral, la reforma agraria, la repartición equitativa de la tierra y la inclusión política— quedaron sin trámite. El jurista guatemalteco Mario Antonio Canteo, que analizó la desembocadura de los acuerdos desde el Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales, le dijo a Verdad Abierta: “El 95% de los acuerdos de paz no se han cumplido (...). Aunque se incluyeron temas sustantivos, no hubo ni la institucionalidad ni los recursos ni la voluntad política para hacerlos realidad.