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Conversación con Romaña, el comandante de las Farc en Tumaco

El jefe guerrillero habló con Alfredo Molano Bravo de los incumplimientos del Gobierno, la dejación de armas y la situación de las milicias en el proceso de paz.

Alfredo Molano Bravo
08 de junio de 2017 - 10:54 p. m.
Edison Romaña”, comandante de las Farc en la Zona Veredal de la Variante, en Tumaco (Nariño). / Archivo
Edison Romaña”, comandante de las Farc en la Zona Veredal de la Variante, en Tumaco (Nariño). / Archivo
Foto: AFP - LUIS ACOSTA

En pocos minutos queda atrás el valle del río Cauca, desbordante de caña de azúcar. Un mar de prosperidad. Una selva entresacada y agujereada por la minería lo separa de un mar de pobreza: Tumaco. Un puerto que parece naufragar. Digo la ciudad, porque también a su alrededor hay 35.000 hectáreas de palma y siete extractoras de aceite; 20.000 hectáreas de coca y la cuenca del río Telembí, que produce mucho oro, no se sabe cuántas toneladas porque el país no tiene cómo saberlo. A una hora por carretera está la Zona Veredal Ariel Aldana, ubicada en La Variante, municipio de Tumaco, con una extensión de nueve hectáreas arrendadas al propietario ausente de una hacienda ganadera de 6.000 hectáreas en tierra plana sin árboles. El sol de justicia obligó a los guerrilleros a levantar sus cambuches en un rastrojo adyacente. La construcción de una ciudadela con 60 casas de seis habitaciones cada una; 12 aulas, un garaje, un casino, un comedor para 300 personas y un depósito grande para herramientas está por la mitad, cuando debería haber estado lista el pasado primero de enero.

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Después de pasar varios retenes llegué al campamento rodeado de grandes pancartas de las Farc y dummies de Marulanda, Alfonso Cano, el Mono Jojoy y Simón Trinidad. Una cadena y un escritorio protegido del sol por una hirviente teja de zinc sirven de puerta de entrada. Un guerrillero sin uniforme me preguntó a quién buscaba. No alcancé a responderle cuando Romaña dijo: “A mí”. Lo conocí en 1984 en La Caucha, el campamento del Secretariado situado en el páramo de Sumapaz, donde también conocí y entrevisté a Marulanda y a Jacobo Arenas; unos años después volví a encontrármelo en la inauguración de los diálogos del Caguán donde Manuel dejó la silla vacía, y más tarde en Cuba, cuando se acordaba el cese del fuego. Para la fuerza pública es un monstruo sangriento que montaba retenes en la vía a Villavicencio y para los guerrilleros un héroe ya legendario. Fuerte, jovial, sereno, estaba muy irritado porque ese mismo día la Corte Constitucional le había puesto trabas al fast track. En tono airado dijo: “La reforma rural e integral no se ha aprobado; tampoco la participación política, ni la reincorporación, ni el sistema de prevención, ni la estrategia de la ‘fuerza de despliegue rápido’. No se ha creado la Unidad Especial de Fiscalía, ni existe el cuerpo élite de la Policía. Así no se puede, ¿con qué cara les salgo ahora a los muchachos? Ante ellos, nosotros los mandos fiábamos al Gobierno”. A renglón seguido, como una catarata, soltó un chorrero de incumplimientos: las construcciones están en obra negra, no hay sala de recibo para civiles, la ropa es de pésima calidad, la comida pasada, la internet funciona por ratos, no hay hospital, no hay guardería para niños, los cursos del Sena les dan risa por lo superficiales. Y en tono más enérgico: “No han levantado las órdenes de captura y, por tanto, no podemos tener contacto con la población civil. No quieren que hagamos política. Nos tienen más miedo de civil que de camuflado”.

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No obstante, los guerrilleros que viven en condiciones oprobiosas, como si fueran refugiados y no hombres y mujeres que llegan de una guerra de medio siglo en que no han sido vencidos, no dan el brazo a torcer. Trabajan. Trabajan duro: tienen 300 marranos, 50 vacas, 5.000 pollos, 50 hectáreas de maíz, yuca, plátano. “Tenemos asegurados la leche, la carne, los huevos y el abasto”. Hay 100 guerrilleros trabajando en los campamentos junto a 100 obreros contratados; tienen un puesto de salud donde atienden también a la población civil, una guardería para párvulos y un taller artesanal que produce 1.000 pares de chancletas –o arrastraderas– a la semana. Hay varios guerrilleros que han obtenido su título en maquinaria pesada, conducción de vehículos, bachillerato. “Nos preparamos para el rebusque; no vamos a depender de nadie; salimos del monte a ser independientes”. Después del cese bilateral han nacido seis bebés y varias guerrilleras están embarazadas.

Uno de los asuntos más temidos en la región es el “barajuste” de las milicias. No son unidades orgánicas, pero al mismo tiempo obedecen lineamientos del mando central; una ecuación espinosa en todo movimiento armado. Romaña guardó un prudente silencio cuando le pregunté cuántos milicianos tenían en Tumaco. En el puerto se habla de 300. Al abrirse la ZV, las Farc los llamó para integrarse al proceso, pero una vez que vieron las condiciones de vida y el reglamento al que debían someterse, desertaron 130. “Es que a ellos –dice el Tigre, uno de los jefes sobrevivientes de las milicias– les gusta el trago, no les gusta la disciplina, son desordenados y aquí se sentían como en una cárcel”. Romaña agrega: “Son gentes que, claro está, no avalamos para entrar en la JEP”. El Ejército trató de reclutarlos para el programa de reinserción, llamado hoy de reincorporación y normalización; algunos aceptaron, pero a los pocos días terminaron volándose también. Los narcotraficantes les abrieron las puertas. El Gobierno les consigna $600.000 mensuales y las mafias les ofrecen un millón y medio. La cocaína sigue saliendo por el puerto y por los manglares como en los buenos tiempos. Nadie se explica la razón verdadera de tal frenesí, existiendo las bases militares que existen en la zona. El narcotráfico anda de la mano del paramilitarismo. “Aquí en Tumaco –opina Romaña– y en los ríos Mejicano, Chagüí y Rosario, existían unas normas de convivencia con los afros y había un control de las lanchas que exportaban coca y pagaban un impuesto. Ahora esto se desbordó. En cada zona hay un grupo paramilitar integrado por desertores milicianos que no se acogieron al proceso y gente que trajeron de Putumayo o del interior del país”. En la última semana de mayo, todas estas estructuras se articularon en una nueva organización, las Guerrillas Unidas del Pacífico (GUP). La ONU lo constató al desarrollar la primera operación de extracción de armamento en el Patía el 15, el 16 y el 17 de mayo. “La ONU –sostiene Romaña– sabe que las FF.MM. trabajan con los paramilitares. Tiene evidencias”.

Los cultivos de coca se han expandido y hoy son cerca de 20.000 hectáreas. Tan fuertes son la siembra y la resiembra de coca, que los cultivos de palma comienzan a verse en problemas. La coca ha invadido también fincas cacaoteras, sobre todo al bajar el precio internacional del chocolate. La coca sigue siendo un cultivo que financia otros cultivos, sean campesinos o empresariales. “El 70 % de la población de Tumaco es flotante –dice Romaña–. Aquí hay gente de Caquetá, Putumayo, Huila, Tolima, Santanderes, Arauca, Casanare, Vichada, Antioquia, Cesar, Quindío, etc. Todos vienen por problemas de desplazamiento y violencia, buscan formas de sobrevivir, buscan tierra para sembrar coca, práctica esta que ha sido considerada por los acuerdos un delito de hambre”.

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Las expansiones de los cultivos de coca pueden ser explicadas por varias razones. El vacío dejado por las Farc ha sido llenado –y con largueza– por grupos de comerciantes de coca que para sostenerse necesitan apelar a las armas y al reclutamiento de sicarios. Pero, de otro lado, el Gobierno ha incumplido los acuerdos que preveían tanto la erradicación de la coca como la sustitución por cultivos lícitos. Lo primero lo ha hecho con dificultad, porque los cocaleros exigen que la sustitución no sean promesas. La resistencia a los programas crece. Ha habido manifestaciones agresivas y movilizaciones masivas, pero sobre todo, resiembra. La falla es protuberante y alimenta la desmovilización de las guerrillas.

Estando reunido con Romaña, llegó a la ZV el comandante Rubín Morro, encargado de coordinar con la ONU el traslado del armamento que está escondido en 940 depósitos secretos a lo largo y ancho del país. El comandante acababa de bajarse del helicóptero que transportó, junto con Naciones Unidas y el Gobierno, el material bélico desde un lugar en la hoya del río Patía hasta el campamento. Se quejaba de la rigurosidad de la ONU en el desarrollo del operativo: “Entregar nuestras armas parte el alma. Decirle al guerrillero puro, al de monte, el que ha andado enfierrado siempre, que mueve de un lado a otro el fusil que le ha salvado la vida: ‘Venga para acá, deme su fusil’, es muy difícil, sobre todo si se tiene en cuenta el incumplimiento de los acuerdos. Pensar en que los fusiles que nos han acompañado queden como una estampilla no es nada halagador”.

La situación es delicada. Los acuerdos cojean, las obras pactadas no se han cumplido, la Corte Constitucional hace una segunda voz destemplada, el fiscal se atraviesa cada vez que puede. Las Farc, por tanto, se ven tentadas a incumplir el cronograma de dejación de armas. Pero mientras los fierros no estén en los contenedores de la ONU, no pueden salir a hacer política. Un círculo vicioso que el Gobierno trató de romper ampliando los plazos.

Lo grave, pienso yo, no es que el incumplimiento sea premeditado, sino más bien que sea la característica esencial del Estado. Es lo que llaman abandono estatal, justamente uno de los factores que originaron el levantamiento armado. Creo que la guerrilla sabía en dónde aterrizaba y aceptó el reto de construir un movimiento político civil en esas condiciones de precariedad institucional y de corrupción de la vida política. Es el trato.

Al fin de la entrevista, comentó Romaña: “Nosotros dejamos las armas para nunca más volver a ellas. Pero eso somos nosotros, los organizados. Nada garantiza que otros no vuelvan a cogerlas. Como se sabe: en Colombia es más fácil crear un frente armado que organizar una junta de acción comunal”.

Por Alfredo Molano Bravo

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