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Por Luis Felipe Cruz Olivera*
El pasado 2 de agosto, ante una comisión del Congreso de Estados Unidos, William Brownfield afirmó que Colombia debía encontrar la manera de crear estímulos para que las comunidades participen en los esfuerzos de sustitución y se “desincentiven” de sembrar coca. Para el funcionario, las persistentes protestas contra los operativos de erradicación han echado a perder los esfuerzos del gobierno por enfrentar el aumento de los cultivos de uso ilícito. Acto seguido pidió empoderar, como si no lo estuvieran ya, a las fuerzas de seguridad para erradicar.
Al salir de la audiencia el funcionario manifestó que podría haber problemas políticos y bilaterales para Colombia, si no se ataja pronto el aumento de la producción de coca. De manera sutil, el diplomático estadounidense hizo evidente la presión que ese país ejerce sobre el gobierno para reducir, incluso a costa de la confianza de las comunidades en el Estado, las hectáreas sembradas con coca. ¿Por qué dejar que Estados Unidos continúe presionando al gobierno para que trate con mano firme a las comunidades que siembran coca si el problema radica en la prohibición que promovió ese país y los problemas de desarrollo rural de Colombia?
No es la primera vez que Estados Unidos amenaza a un gobierno colombiano, de hecho, ya ha aplicado sanciones drásticas en el pasado. En 1996 ese país descertificó a la administración de Ernesto Samper debido a que los esfuerzos antinarcóticos (presencia de cultivos ilícitos) no alcanzaban los parámetros establecidos por sus leyes. El asunto no fue menor, pues en la práctica la decisión implicaba para Colombia la supresión de las preferencias arancelarias a las exportaciones, el veto a las solicitudes de préstamo frente al sistema financiero multilateral y la suspensión del sistema de garantías a las inversiones de Estados Unidos en Colombia.
La respuesta ante la crisis fue arrancar con la aplicación severa de la ley antidrogas. A partir de ese día llovió glifosato en los territorios cocaleros y las personas sufrieron las consecuencias de la tormenta internacional, que desató la desertificación del gobierno de Samper. Sin embargo, las fumigaciones nunca resolvieron el problema, sino que lo aumentaron. Ante la crisis económica que dejaron las aspersiones, se produjo hambre, daños a la salud y desplazamiento de comunidades que cultivaban coca, lo que obligó a muchas personas a llevar sus cultivos de uso ilícito a otras partes más remotas del país. Las cifras muestran que mientras en 1994 había casi 40 mil hectáreas de coca, en 1999, luego de la primera campaña de fumigaciones, el número ya llegaba a 163 mil. En la actualidad, luego de toda una década de Plan Colombia y programas de desarrollo alternativo, en Colombia hay 146 mil hectáreas de coca.
Ante esta situación se organizaron las marchas cocaleras de 1996, en las que el movimiento social pidió cambiar el glifosato, la estigmatización y la cárcel por programas de desarrollo rural. Luego vino el Plan Colombia, que significó el recrudecimiento de la política de erradicación y la implementación de programas de desarrollo alternativo para paliar los daños del glifosato. De esta manera, a las propuestas de desarrollo rural de las marchas, el gobierno contestó con proyectos productivos asistencialistas, basados en una lógica de garrote y zanahoria. Una vez más las presiones externas de la cooperación de Estados Unidos, reclamaron que para “ayudar” a las familias, estas tenían que arrancar todas las matas y comprometerse a no resembrar. Lo que acabo de explicar muestra que llevamos décadas por el mismo camino y cometiendo los mismos errores. Sin embargo, estamos en una coyuntura en la que tenemos la posibilidad de cambiar ese rumbo
El punto sobre drogas del acuerdo de paz es una oportunidad para cambiar este rumbo, ya que no sólo ha reconocido la necesidad de articular la política de reducción de cultivos con la reforma rural integral (con derechos sociales en los territorios), sino que pretende concertar planes de sustitución con las comunidades mismas. Esto podría llevar a solucionar problemas centrales de la sustitución como la comercialización de los productos. Sin embargo, la meta de las 50.000 hectáreas de erradicación forzada se ha llevado por delante los esfuerzos de sustitución que están en el acuerdo y ha generado tensiones entre las comunidades que siembran coca y el gobierno. Parece que la historia se repite. Si el gobierno privilegia las acciones de erradicación, como sugiere el diplomático estadounidense, no se van a poder estrechar los lazos requeridos. No muchas personas van a confiar en un programa que tiene como garante a la policía en la puerta esperando destruir la planta que genera el sustento diario de su familia.
Ahora bien, los gobiernos encontraron en la lucha antinarcóticos una excusa para no tratar los problemas económicos y de desarrollo rural de los territorios cocaleros. Sin duda ha resultado más fácil acudir al glifosato que entenderse con los temas de fondo: las vías, la asistencia técnica para la producción y comercialización de productos, los programas de formalización y acceso a la tierra, los derechos en el territorio, etc. Por eso la responsabilidad de los efectos nocivos de las políticas de drogas es compartida. Estados Unidos ha presionado la reducción de cultivos y los gobiernos de Colombia no sólo no se han opuesto, sino que han estado de acuerdo. Por eso el llamado es a no desviar la oportunidad, intentar primero la sustitución y el desarrollo, antes que una erradicación presionada e incoveniente para las comunidades y el país.
*Investigador de Dejusticia - @lfcruzo