Colombia + 20
Haciendo País

Nos siguen matando

Diana Gómez Correal
08 de noviembre de 2017 - 07:30 p. m.

Han pasado 525 años desde que este territorio, llamado por los Kuna como Abya Yala, fue invadido por los europeos. Esa invasión significó la apropiación del territorio cuerpo de los habitantes originarios y de los esclavizados; y el territorio tierra, el tiempo-espacio donde tipos particulares de vida son posibles. Desde entonces la violencia física, simbólica y cultural no se detiene contra indígenas y afrodescendientes a pesar de declararnos en la Constitución de 1991 como un país multicultural y pluriétnico.

El último mes hemos sido testigos del asesinato de varios indígenas y afros, así como de la respuesta represiva del Estado a la protesta legítima de la Minga por la Vida. Una pequeña pero aterradora evidencia de un problema estructural. Un problema que tiene que ver con la contínua imposición de un modo de vida en los territorios ancestrales y colectivos que va en contravía de las cosmovisiones, necesidades y anhelos de la mayoría de sus habitantes. Dicha imposición está arraigada en un racismo estructural que nos ha enseñado a despreciar lo indígena y lo negro y a reverenciar lo europeo y todo lo proveniente del norte global. Algo que ha ocurrido a través de un proceso de olvido permanente de la violencia ejercida y de las desigualdades generadas, que al mismo tiempo obstaculiza la capacidad de mirar con ojos críticos el modelo de sociedad que continuamente se ha impuesto construir en Colombia.

Entre los diversos modos de vida indígenas, afrodescendientes y campesinos yacen claves para construir en tiempos de anhelos de paz una sociedad que reconozca su relación orgánica y de dependencia con la naturaleza; el imperativo ético de contribuir a sostener las condiciones de vida en el planeta para próximas generaciones; diversidad de prácticas económicas que no se restringen a la lógica de acumulación y competencia del mercado; y una visión de la tierra y los recursos naturales que cuestiona convertirlas en mercancías que se explotan y que se acumulan para el beneficio de élites nacionales e internacionales. No es casualidad que el Capítulo Étnico haya sido de los últimos aspectos que se incluyeron en el Acuerdo de paz, y que en el presente las demandas del movimiento étnico incluyan un llamado al Estado para que cumpla con: a. lo pactado en términos de sus demandas particulares, b. la implementación de un Acuerdo que mínimamente garantice la vida de las comunidades y c. alternativas de subsistencia a largo plazo y plausibles a la sustitución de los cultivos de coca.

Observado desde la larga duración, de nuevo lo que está en jaque es el control del territorio, por eso indígenas, afro-descendientes, campesinos y líderes medio ambientales hacen parte de los sujetos sociales contra los que más se ha atentado en los últimos años,  de manera alarmante en el 2017 y ya cínicamente en medio de la sustitución de los cultivos de uso ilícito. Es en el territorio donde se da la batalla real por el modelo de desarrollo y económico que se impondrá en medio de la construcción de paz. Esta batalla implica la disputa entre un modelo de acumulación que incluye el anhelo insaciable de narcotraficantes, multinacionales y élites de sacarle a la tierra y a la naturaleza todo el jugo posible sin importar las vidas humanas y no humanas que ello cueste; y otros modelos más centrados en lo comunitario y la sostenibilidad de todos los tipos de vida.

En últimas el racismo estructural de este país y del mundo entero implica concebir a los no blancos-mestizos, a los pobres y a lo que llamamos naturaleza – incluidas las mujeres -, como cosas dispensables que podemos matar y dejar morir. Insisto, nos siguen matando, pues si bien no soy indígena, afrodescendiente o campesina, al mirarme al espejo más que ver un rostro blanco, europeo, del norte global, veo en mi rostro rastros de esos otros rostros excluidos y violentados por siglos.

 

 

 

 

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