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La participación de las víctimas, clave para la materialización de la justicia

Laura Baron-Mendoza
18 de diciembre de 2018 - 06:57 p. m.

El pasado 12 y 14 de diciembre organizaciones de mujeres y población LGTBI presentaron informes ante la JEP que develan el uso sistemático de la Violencia Sexual en el marco del conflicto armado colombiano en las zonas de Urabá y el pacífico Nariñense. Lo anterior, toda vez que la Sala de Reconocimiento de Verdad y Responsabilidad de Hechos y Conductas de la JEP hizo efectivo el enfoque territorial y ambiental, diferencial y de género para conocer los hechos de su competencia respecto a los crímenes de lesa humanidad y los crímenes de guerra ocurridos de forma sistemática en estas dos regiones, hoy conocidos como los casos No. 002 y 004 respetivamente.

Celebro la valentía de estas personas que dejaron a un lado los temores silenciadores. Estos temores para denunciar tienen diversos nombres entre los que está la estigmatización y señalamiento, la desconfianza en las autoridades judiciales, la impunidad y/o la normalización de la misma violencia sexual y violencia basada en género. Ahora bien, la persistencia de la violencia armada en estas dos zonas se configura como uno de los mayores obstáculos para que las entidades del Sistema Integral de Justicia Transicional en Colombia conozcan lo que ha sucedido en el marco del conflicto armado colombiano.

En lo que corresponde al pacífico Nariñense la reconfiguración de grupos armados no es un secreto. La zona se ha establecido como uno de los epicentros para el manejo de negocios sobre cultivos de uso ilícito, laboratorios, extorsiones, tráficos de drogas y armas, entre otros. Hoy, los actores posdesarme las FARC-EP como el Frente Oliver Sinisterra, sectores del ELN, las Autodefensas Gaitanistas De Colombia (AGC), las Constru, AUPAC (Autodefensas Unidas del Pacífico), grupos de seguridad como las Guerrillas Unidas del Pacífico (GUP) y el Movimiento Revolucionario Campesino (MRC), se disputan el control del territorio y los negocios que de éste de derivan.

Por su parte, en Urabá, siendo una región reconocida por la concentración de laboratorios para el procesamiento de cocaína, tal y como lo plasmó Indepaz en su último informe “Conflictos armados focalizados”, el control y mando de la zona recae aparentemente sobre un actor principal: las AGC.

Dicho esto, si la violencia armada ha sido un incuestionable agravante que ha permitido la persistencia e incremento de patrones de discriminación basada en género y que el conflicto armado colombiano se ha caracterizado por la prevalencia de la violencia sexual de manera sistemática, especialmente en contra de las mujeres y población LGTBI, ¿qué riesgos podemos esperar con las actuales dinámicas de violencia en Urabá y Nariño? 

Tampoco es un secreto que la violencia sexual ha sido usada con diversas intenciones como el someter y objetivar el cuerpo femenino, bajo la lógica de la “erradicación del enemigo y de deshumanización del adversario”. Este tipo de violencia se convierte muchas veces en un arma para lesionar al enemigo, como herramienta para reclutar, como servicio sexual para los actores armados y como mecanismo para imponer pautas de control social. En otras palabras, las mujeres y la población LGTBI permanecen en riesgo de ser víctimas de violencia sexual, un riesgo que se incrementa notoriamente cuando, sin que los estereotipos y normas de género se modifiquen, el contexto se enmarca en lesionar, aterrorizar y debilitar al adversario para avanzar en el control de territorios y recursos económicos.

Este panorama no sólo genera altas preocupaciones respecto a la generación de nuevos hechos víctimizantes, nuevos sufrimientos, sino como factor para la perpetuación del silencio de aquellas personas que vivieron la objetivación del cuerpo y su uso como estrategia bélica militar. Si la violencia se eterniza, si esta incluso acrecienta, el silencio lo hará del mismo modo; la violencia adormece las voces y con ellas la verdad. En términos prácticos, sin la participación de las víctimas ante entidades como la JEP, la materialización del derecho a la justicia se obstaculiza.

Por este riesgo vivo es que me atrevo a elogiar la valentía de aquellas personas que la semana pasada osaron no guardar silencio; su participación es una apuesta a la no repetición. Ahora bien, esta valentía sobrelleva serios desafíos para la JEP en el establecimiento de rutas idóneas para garantizar la prevención y protección de la vida de quienes decidan acudir a esta jurisdicción.

 

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