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La noche que llega: se agudiza el conflicto en tiempos de paz

Columnista invitado
03 de septiembre de 2018 - 05:19 p. m.

Por Carlos Cárdenas Ángel

En una carta que circuló por redes sociales antes del 7 de Agosto, el general retirado Óscar Colorado le pregunta al general Mejía, comandante de las fuerzas militares: “que es un líder social o un defensor de derechos humanos?, quienes los nombran?, donde se obtiene ese título?, que funciones cumplen?, quien los patrocina?, de que viven ellos y sus familias? (sic)”.

Si bien el documento destila rencor y frustración, acusando a Mejía por su actitud “arrodillada” ante la “peor banda criminal”, en alusión a las antiguas Farc, las preguntas son relevantes. En la complejidad de sus posibles respuestas está la oportunidad de controvertir los argumentos y la posición de los sectores que promueven la confrontación armada, como la del general Colorado.

Los líderes sociales son personas que cumplen la función, en sus comunidades u organizaciones, de liderar y representar diversos tipos de procesos, en ocasiones inmersos en contextos o dinámicas de conflicto, por lo cual estas personas asumen riesgos en su ejercicio y en su vida personal. Es decir, no se trata necesariamente de personas que figuran por su liderazgo político o por su orientación ideológica particular, sino que su labor en defensa de lo colectivo los pone en contradicción con sectores de poder.

En este sentido, es notoria la multiplicidad de hechos victimizantes que han sufrido particularmente los líderes comunales, al punto que el Estado colombiano ha reconocido estos hechos e incluido a este grupo poblacional en las medidas de reparación colectiva de carácter nacional.

¿Por qué están en la mira? Walter Cardona, presidente de la Federación Comunal de Juntas, respondió así durante un conversatorio público: “nos están matando por exigir derechos, por ejercer nuestras funciones, por denunciar y luchar contra la corrupción de los políticos en nuestras regiones.” En el mismo sentido lo expresa Alberto Brunori, representante en Colombia del representante de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, en una entrevista a un medio nacional: “antes se moría por luchar contra el Estado y ahora muchos mueren por defender que se cumplan las políticas del Estado”. Es evidente el giro que ha tomado la situación de riesgo de los líderes sociales, y en consecuencia el carácter del trabajo que se requiere en torno a los derechos humanos.

Conflicto armado o crisis social

“Si a mí me dicen que estoy en una lista o que soy objetivo militar, yo me voy y después pregunto”, afirma un dirigente campesino durante una reunión de varias organizaciones para tratar el tema de seguridad.  Otro de los participantes es un líder recientemente desplazado a Bogotá con su esposa y sus hijos menores de edad. Sobreviviente de un par de atentados y curtido ante las amenazas, finalmente decidió salir del territorio cuando empezaron a llamar a su esposa a amenazarla. “Cuando se meten con la familia de uno, logran que uno se acobarde”, dice con los ojos humedecidos y con una mezcla de vergüenza y derrota.

La misma vergüenza que sintió una docente de Sucre cuando decidió no declarar contra paramilitares de su región, pues ella quiere ver crecer a sus tres hijos y conocer a sus nietos. Se arrepintió a último momento, dando media vuelta y llorando desconsoladamente en el trayecto hacia su casa.

A simple vista, el conflicto actual – más social que armado – se rige por una lógica pragmática, en donde prima el interés de conseguir, mantener y consolidar el control sobre actividades de economías legales (ganadería, minería, megaproyectos) e ilegales (narcotráfico, minería, extorsión). Aparentemente, alrededor de estas acciones no habría intereses ideológicos o políticos. No obstante, es justamente ese carácter despolitizado el que permite reencauchar políticas de seguridad nacional enfocadas en atacar la criminalidad organizada, que a la vez orientan acciones represivas hacia los movimientos sociales.

Adicionalmente, puede reconocerse una deshumanización del conflicto, en donde los actores armados se rigen cada vez menos por el Derecho Internacional Humanitario, afectando principalmente a la población civil.

Se evidencia también una proliferación y diversificación de grupos (un ejemplo extremo es Tumaco, con 17 grupos diferentes en disputa apenas por el casco urbano) que dificulta la comprensión del contexto actual del conflicto, así como el origen de las amenazas y ataques.

Finalmente, este contexto se hace aún más nebuloso con la ineficiencia del Estado en cuanto a mecanismos de protección – individual y colectiva – efectivamente implementados. En algunos territorios, incluso, toman fuerza las versiones, como en otras épocas, de acciones encubiertas de miembros de la fuerza pública para intimidar, amenazar y asesinar líderes sociales.

¿Cesó la horrible noche?

Hacia el final de su carta, el general Colorado escribe: “’ceso la horrible noche’ ya casi entrega este funesto gobierno y su incompetente cúpula, se respiran nuevos aires (sic)”.

Si efectivamente cesó la horrible noche, la noche que llega no parece menos horrible, con visos de un nuevo ciclo de guerra donde resulta confuso reconocer los bandos armados (“ya no se sabe quién es quién”, dicen en muchas regiones del país) y los múltiples intereses en conflicto. El acuerdo de paz fue la decisión correcta, pero hoy todo está peor. Lo afirman personas y organizaciones que se siguen viendo obligadas – pese al estigma de “terroristas”, “guerrilleros”, “estructuras urbanas de la insurgencia” – a la lucha por sus derechos, empezando por el derecho a permanecer vivos en sus comunidades, con sus familias y con sus proyectos de vida. Es un imperativo promover esfuerzos colectivos para avanzar en medidas de protección territorial y de garantía del derecho fundamental a la vida.

 

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