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La guerra que no aceptó la diferencia

Dejusticia
15 de julio de 2018 - 03:22 p. m.

Por: María Ximena Dávila (*)

“Con uno se ensañan más, con uno sí se ve que es como más la bronca, como más las ganas de matarlo. En cambio con un heterosexual no, pues se darán golpes, se quitarán la bronca, pero no que lo maten ni que se ensañen tanto con ellos. En cambio, la palabra como lesbiana o marica como que los emociona más, como no, qué rico yo saber que maté a un marica o a una lesbiana, como que eso es un honor para ellos. Sí, es como más interesante uno para ellos, he notado yo eso. Somos como un trofeo para esa gente”.

Este es el testimonio de Mateo, un hombre transgénero víctima y testigo del conflicto armado. Su testimonio, junto con muchos otros, fue recogido por el Centro Nacional Memoria Histórica en el informe Aniquilar la Diferencia, uno de los varios esfuerzos por remediar la ausencia de información oficial sobre los crímenes contra personas LGBTI durante la guerra. Sus palabras ilustran de forma muy clara cómo miles de personas con orientación sexual e identidad de género diversas sufrieron desproporcionadamente la violencia de los actores armados. Lamentablemente, la justicia no ha respondido a esta violencia y muchas de las víctimas aún siguen esperando que sus daños sean reparados y que sus historias sean contadas.

Aunque la experiencia de las personas LGBTI ha estado particularmente marcada por la violencia, la guerra sirvió de cómplice para la acentuación crítica de una cultura basada en las concepciones tradicionales de masculinidad y feminidad que ha pervivido durante décadas en nuestro país. En muchas zonas, los actores armados impusieron distintos órdenes que favorecían la exclusión de quienes amenazaran los roles de género imperantes. El control de la vida cotidiana que ejercían estos actores estaba cruzado por el control de la sexualidad y la expresión de género, lo que condicionó la vida de muchas personas a ocultar sus identidades. Quienes eran más visibles eran también más vulnerables.

Los actos de violencia contra personas LGBTI se caracterizaron por la crueldad y la sevicia. La violencia sexual era usada como arma estratégica para “arreglar” lo que era considerado como “enfermo” o “anormal”. En el imaginario del orden moral impuesto por muchos actores armados, quienes eran víctimas de violaciones lo merecían y debían recibir su castigo para “corregirse”. Este tipo de violencia generalmente estaba acompañado de una cruel tortura, de empalamientos y de otros martirios que eran considerados como parte sustancial del castigo. Las zonas de prostitución eran lugares que representaban un mayor riesgo frente a las dinámicas del conflicto, así que las mujeres transgénero y las mujeres lesbianas que ejercían trabajo sexual generalmente estaban más expuestas a este tipo de violencia. Como lo muestra el informe de Colombia Diversa titulado Vivir Bajo Sospecha, la instauración de un orden moral también estaba atravesada por toda clase de prácticas de control social: desde asesinatos selectivos hasta amenazas, burlas e insultos, la violencia física y simbólica cobró la vida y la dignidad de las personas LGBTI. La limpieza social contra personas que no se acoplaban a la norma de la heterosexualidad fue un repertorio común durante la guerra. También lo fueron los toques de queda, la prohibición de ciertas prendas o formas de vestir y la restricción de expresiones culturalmente reconocidas como propias del género contrario –los hombres no podían llevar pelo largo, aretes o ropa ajustada y las mujeres no podían adoptar actitudes masculinas. Estas violencias iban más allá de la subordinación de quienes se consideran diferentes y tenían como propósito suprimir cualquier diferencia del panorama social.

Los actores armados cooptaron los prejuicios ya existentes en diferentes sectores del país para justificar la violencia contra personas LGBTI. El VIH/SIDA se convirtió en el discurso que legitimaba asesinatos y desplazamientos en contra de mujeres transgénero y hombres gais, quienes eran acusados de portar una enfermedad contagiosa por el solo hecho de tener una identidad de género u orientación sexual diversa. También fue común la narrativa de que las personas LGBTI eran pecadoras, que su comportamiento estaba en contra de las buenas morales y, por lo tanto, merecían castigos ejemplares.

Reconocer las violencias particulares que sufrieron las personas LGBTI durante el conflicto no solo es necesario para dignificar a las víctimas y atribuir responsabilidad a los victimarios –las razones más obvias e inmediatas–, sino también para desarmar una cultura que ha apelado a los roles de masculinidad y feminidad para eliminar a quienes no se ajustan a ellos. Solo al entender que se trata de agravios que se relacionan con el género y la sexualidad y que nacen de una tradición de exclusión de la diferencia es posible afrontarlos de forma correcta. ¿Estarán los mecanismos de justicia transicional a la altura del compromiso histórico que tienen por delante? ¿Podrá la Jurisdicción Especial para la Paz juzgar a los victimarios por los daños que causaron contra las personas LGBTI durante el conflicto armado? ¿Será la Comisión de la Verdad la encargada de develar las violencias por prejuicio que aún permanecen silenciadas?

(*) Investigadora de Dejussticia

www.dejusticia.org

@mariaxdavil

 

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