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Haciendo País

La carta de navegación de la paz

Carlos Alberto Dulce Pereira
07 de diciembre de 2016 - 10:16 p. m.

Eleanor Roosevelt esculpió una frase célebre en una época dolorosa en la historia: “No basta con hablar de paz. Uno debe creer en ella y trabajar para conseguirla”. Como primera dama estadounidense y esposa del presidente Franklin Delano Roosevelt, Anna Eleanor fue ante todo una diplomática y activista, quien tras la Segunda Guerra Mundial participó en la formulación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Fue una convencida de que el camino de la paz  conduciría a puerto seguro a la humanidad.

En esta oportunidad me he apartado de la parte técnica del proceso de La Habana para escribir algunas reflexiones sobre el rumbo de la anhelada paz. La historia de los grandes conflictos ha servido para generar conciencia de que el propósito de la paz no es otro que el camino a la prosperidad, del progreso y el bienestar del ser humano. Esta permite crear arte, cultura,  erradicar la pobreza, proteger el medio ambiente, volcar los recursos de la guerra a la educación y, por sobre todo, valorar, proteger y respetar los derechos que inspiran la existencia del hombre.

En 1900, Europa era un lugar próspero: el capital fluía, la cultura y el arte florecían, era la “Belle Époque”. Pero eso no duró mucho y las tensiones políticas nos condujeron a la “Gran Guerra”, en la que se emplearon las armas químicas que dejaron devastado al Viejo Continente. El arte, la cultura y la ciencia se convirtieron en objetivo militar. Lugares emblemáticos, como la Biblioteca Universitaria de Lovaina, considerada la Oxford de Bélgica, o la catedral de Reims, en Francia, fueron atacados hasta su casi completa destrucción. 

La paz llegaría hasta 1918. El siglo XX fue testigo de asociaciones que trabajaron por la paz. Hombres millonarios, como Alfred Nobel, donaron sus fortunas con el objetivo de mantener el equilibrio y hacer reinar la tranquilidad.
Sin embargo, no fue suficiente. La rendición del Imperio Austrohúngaro y la firma del Tratado de Versalles, en las condiciones en que se sometió a Alemania, nos llevaron al desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial, que trajo también desolación y muerte. El exterminio étnico, ideológico, religioso y cultural dejó huella dolorosa e imborrable a nuestra humanidad.

El sometimiento de los vencidos generó resentimientos, odios, escisión de países, de razas, religiones y etnias que provocaron otros conflictos, como la división de Alemania, la Guerra de los Balcanes o, si hablamos de hechos recientes, las tensiones en Medio Oriente que terminaron en las actuales disputas de Siria, Irak y Afganistán. 

Aunque si bien estos hechos trajeron mucha destrucción, no hay que desconocer que también ayudaron a consolidar otros proyectos y a aspirar un nuevo despertar. Un ejemplo de ello fue la creación de organismos internacionales, la Carta de Naciones Unidas, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que crearon una conciencia de que la guerra no es el camino para dirimir las diferencias y los conflictos. Pese a esos esfuerzos,  aún no lo hemos asimilado del todo. 

En el caso colombiano no hemos sido ajenos a esa tragedia y tristemente hemos repetido los mismos errores, aunque ya la historia nos hubiera dado algunas lecciones. Como lo relata William Ospina en su libro “De La Habana a la Paz”,  el siglo XIX estuvo marcado por las guerras civiles producto de las diferencias políticas entre liberales y conservadores. Solo se apaciguaron hasta 1958, cuando se firmó el Frente Nacional, una alternación en el poder, por demás antidemocrático, que derivaría posteriormente en otros apuros que se han desarrollado hasta hoy. Como bien lo acota Ospina, no fue una solución para el país, sino para los partidos políticos, que “engendró todas las guerras siguientes: la de las guerrillas, porque no resolvió los problemas del campo, la de la delincuencia común...” 

Hay una frase en su texto  que compila esta realidad histórica: “Ningún estratega combate para perpetuar la guerra sino sólo para ganar las condiciones de hacer la paz. Y la paz, salvo la de los sepultureros, se resuelve en tratados”. Y agrega que “no se puede tratar igual a los que han sido derrotados en el campo de batalla, que a quienes acceden a dialogar para poner fin a una guerra salvaje”. 

Es decir, la negociación política con quien decide acogerse a un proceso de paz y a hacer dejación de las armas, a que se silencien los fusiles, se debe hacer en unas condiciones dignas que lleven a su desmovilización y su reincorporación a la vida civil para emprender el camino democrático de la política. Como bien lo expresa Humberto de la Calle, el acuerdo con las Farc “es una negociación política y no una claudicación”, producto, diría yo, de los duros golpes que le propinó la Fuerza Pública.

Esta remembranza histórica es para entender que muchos procesos son cíclicos y que las polarizaciones políticas, diferencias ideológicas y religiosas se repiten una y otra vez. Pero así como se logró superar esas dos guerras mundiales, nosotros debemos tomar ejemplo y desarmar los espíritus para emprender un pacto nacional por la paz, que permita llegar a puerto seguro, en esa singladura que se ha emprendido desde los primeros acuerdos, después del resultado del plebiscito, de la renegociación con los nuevos acuerdos y ahora con la consecuente inmediatez de su refrendación e implementación. 

Este no es un compromiso solo del Gobierno, es un deber histórico de todos los colombianos, de los partidos, los cuales deben sobreponer los intereses personales y  políticos. Construyamos y propendamos por la reconciliación de la nación. El momento exige actuar para restañar heridas, reparar víctimas y reconciliar a la sociedad entera.

Bienvenidas las observaciones, los reparos, las críticas constructivas para mejorar los acuerdos, para refrendarlos e implementarlos, pero hagámoslo con ese compromiso con las nuevas generaciones, para con nuestros hijos y nietos. Avizoremos el horizonte de la paz estable y duradera. Como advierte Ospina, “las guerras no terminan cuando se cuentan los muertos sino cuando se eliminan sus causas”.

La paz es con toda la sociedad. La paz no puede ser una imposición, es una convicción. Debe ser consensuada. Sólo reformas estructuradas que cambien la cultura política, que ataquen el flagelo de la corrupción, la desigualdad y briden justicia social, permitirán que efectivamente la paz sea ese anhelado principio que propende la humanidad. 

La historia de barbarie y violencia no puede repetirse. Fortalecer las instituciones, seguir luchando contra la delincuencia, el narcotráfico como generador de violencia, constituyen ese otro gran reto para todos. Como lo dice Susan Sontag en su libro “Ante el dolor de los demás”: “La guerra rasga, desgarra. La guerra rompe, destripa. La guerra abrasa. La guerra desmembra. La guerra arruina”. 

*Exmagistrado del Tribunal Superior Militar.

 

 

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