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Haciendo País

En Cúcuta la paz es un cuento de terror

Christian Rodríguez
10 de enero de 2019 - 06:34 p. m.

Después del aterrizaje turbulento gracias a los vientos que del lago Maracaibo caen en Cúcuta, nos dispusimos a salir del aeropuerto inconcluso y aun en obras desde la eternidad. Un taxista con apariencia de hombre muerto, cadavérico y flaco, nos ofreció su carro, un Dodge Dart modelo 72, color negro y amarillo, y como perdidos en el tiempo nos adentramos en la ciudad.

A “la ciudad sin nombre” (como se llama un cuento famoso de Lovecraft) llegamos entre puteadas del taxista contra los venezolanos que, atestados en los semáforos y las calles como si fuesen zombis se arrimaban a nuestra ventana a pedir una moneda, a uno de ellos, el que acababa de lanzar fuego por la boca, le alumbraron los ojos rojos y juré que le había visto en otra vida.

Próximos al lugar de nuestra morada, pude contar más de diez vallas publicitarias de algunos seres reptilianos que se han tragado la ciudad, uno de apellido Rojas (alcalde), holograma del verdadero ser oscuro que gobierna desde una mazmorra llamada la Picota (Ramiro). El taxista de voz meliflua interrumpió mi abstracción, cuando por alguna razón sostenía que aunque pobre, "con Duque y la ayuda de Dios bendito" la ciudad progresaría. Me sorprendió su ánimo de ultratumba.

Llegados a nuestro hospedaje, los vientos fieros parecían gritar. Sonidos guturales arropaban las calles vacías. Era sábado y los habitantes suelen estar en las tres o cuatro discotecas de la ciudad, o cuando menos en los tres o cuatro restaurantes de prestigio. Camionetas de alta gama con vidrios oscuros, edificios vacíos y una luna gigante como un queso nos dieron la bienvenida.

-Bienvenidos –dijo el portero del edificio. Un hombre joven de uniforme azul desteñido con un radio en la mano. Era mueco y al sonreír solo se veían sus caninos.

-¡Son colmillos!, pensé.

Al cabo de un rato y después de darme un baño pasó lo peor.

Un amigo, líder social víctima del paramilitarismo, confesó que hombres armados sin rostro patrullan la ciudad (como en los peores tiempos), que las riquezas del Catatumbo son saqueadas por ejércitos que juraron liberar a los pobres. Ambos grupos, de siglas ELN y EPL, son los nuevos dueños de la minería ilegal que entra a Cúcuta diariamente por toneladas y en cuyo negocio están involucrados políticos y algunas familias reconocidas. También dijo, como si fuera un oráculo del horror, que hombres, niños y mujeres pasan corriendo el puente Simón Bolívar de Venezuela a Colombia, y que sus lamentos ensordecen a los habitantes de la ciudad, que hay noches en que sus alaridos no dejan dormir.

-¡Pero hay algo más! –dijo con los ojos desorbitados.

El capataz Ramiro Suarez y su combo (la actual alcaldía), que no han permitido que la FARC ponga su sede política (recuerda que acá fue donde casi asesinan a Petro y donde más votos sacó Duque, dijo mi amigo), ya tiene candidata para las próximas elecciones, y que con ésta, el gamonal desea perpetuarse en el poder como una estatua de piedra.

-¿Y los edificios vacíos? –pregunté

-Ah, los edificios vacíos son del lavado de activos aunque también es la morada donde viven las ánimas en pena. Es decir, los muertos por el narcotráfico. Dicen que a veces las luces de uno u otro apartamento se encienden solas. O que en las casas gigantes que se ven en algunos barrios, también construcciones del narcotráfico (en una de estas funciona la secretaria de víctimas) se escuchan voces, gritos como si los fantasmas pidieran justicia (explicó mi amigo).

-Hay que hablar bajito, nada de política y no dar mucha boleta, compadre ¿me entiende? –dijo guiñando un ojo.

Un hombre moreno nos observaba con especial cuidado desde la otra mesa. En el restaurante de paisas, a donde fuimos a cenar, éramos atendidos por mujeres que parecían muñecas de plástico programadas por alguna computadora, recordé al taxista y al portero mueco de mi edificio. Cancelamos y en medio de la brisa decidimos regresar al apartamento. Tres disparos sonaron en la lejanía y dos hombres sucios salieron debajo de un puente del malecón con algo entre sus manos. Apuramos el paso.

 

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