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Haciendo País

Armas, libros y paz

Observatorio de Paz de la Universidad Libre
31 de octubre de 2018 - 07:55 p. m.

Por: Jorge Gaviria Liévano

Una vigorosa y pacífica protesta de los miles de estudiantes de universidades e institutos públicos de educación superior, que comenzó el 10 de octubre y ajusta ya   más de tres semanas, consiguió, por ahora, el prodigioso efecto de obligar al Presidente Duque a sentarse a la mesa durante cinco horas el pasado 26 de octubre en la Casa de Nariño y acordar con 32 rectores  de universidades públicas algunos puntos relevantes para amainar, que no solucionar totalmente, el conflicto planteado en el curso de las manifestaciones estudiantiles en calles y plazas de las principales ciudades de Colombia.

Sin embargo, a los diferentes representantes de los grupos de protesta estudiantil no se los sentó a esa mesa. Tampoco a los profesores. Este aparente marginamiento puede tener sus consecuencias, aunque se presume que el Gobierno lo calibró suficientemente.  

No hay duda de que la educación en Colombia viene mal desde hace tiempo y de que al ritmo que traemos el futuro de esta no será demasiado halagüeño. Ha habido sin duda milimétricos avances a través de los tiempos, pero ellos no son bastantes para tranquilizar el sentimiento nacional. Ha faltado históricamente suficiente voluntad política para superar sus grandes escollos. No se culpe de semejante notable falencia a ningún Gobierno en particular, ni tampoco al que acaba de asumir. La responsabilidad por el mal resultado es de todos los Gobiernos, en diferentes proporciones, y de los apáticos ciudadanos de varias generaciones.

Ha habido momentos en nuestra historia en los que a la educación se la ha priorizado por sobre otros temas. Pero son fugaces instantes, que bien pronto se diluyen, por ejemplo, cuando ocupan lugar preferente sobre ella urgencias de guerras intestinas que generalmente no se cierran del todo, pese a prolongados y costosísimos episodios militares de confrontación armada, que solo acuerdos entre las partes demuestran alivios significativos en la lacerada epidermis nacional. O conflictos sociales ancestrales y agravados que no nos decidimos a conjurar, conociendo empero las causas que los motivan. O confrontaciones bélicas que simplemente se estimulan abierta o soterradamente por los inconfesables intereses espurios de algunos.

Con indolente mirada miope, aún en tiempos de efímeras treguas, miramos la educación como algo que puede seguir esperando indefinidamente su turno. Y no parecen incomodarnos las funestas consecuencias de semejante aplazamiento.  Tal vez se deba todo al confuso caos que presenta nuestra endeble escala de valores, que le da prelación a preocupaciones  inmediatistas, las de algunos políticos y las de ciertos ciudadanos. En ordenar el contenido y prioridades de esa escala axiológica tendrá la educación para la paz un responsable papel.

En un largo forcejeo, un grupo armado opta al fin por dejar la guerra, entregar las armas, aceptar la institucionalidad, acogerse a ella, reparar, pedir perdón, ofrecer garantías de no repetición, y finalmente  entrar al mundo de la política para contribuir a erradicar desde allí las causas de la inequidad  y sumarse a la esperanza colectiva de forjar con acciones coherentes un nuevo país para consolidar una paz perdurable, en la que puedan rescatarse al fin altos valores como el de la educación.

Otro grupo, que sistemáticamente rechaza al anterior, resuelve hacerle propaganda a la idea de que la guerra no ha terminado, que ello es un espejismo; siembra inicialmente la duda acerca de que la entrega de las armas hubiera sido total y luego esparce la idea de que es demasiado débil la voluntad de paz de quienes las entregaron; sugiere que los que estuvieron alzados ilegalmente en armas no tienen igual derecho a participar hoy en las decisiones tomadas según los cánones  de la democracia representativa; insiste en que las nuevas instituciones constitucionalmente adoptadas para desarrollar la paz o las personas que las operan no son fiables y que hay que tratar  de sobreponerles estructuras que las debiliten o las desvirtúen y que en todo caso evadan la verdad histórica y exoneren a algunos de los actores protuberantes del conflicto.

Y ese grupo disolvente se azora cuando comprueba que a su alrededor no hay  ya enemigos del calibre de la antigua guerrilla de las FARC o del Presidente  que firmó la paz. Ambos se evaporaron. Es de la existencia de un enemigo real o imaginado de donde deriva su fortaleza.

Entonces al desconcierto sigue la forja, en el plano doméstico o en el internacional, de nuevas figuras que tengan la virtualidad de reemplazar al anterior enemigo; y quedan emplazados a la reanudación de la infernal contienda el ELN, estacionado por lo pronto en La Habana y esperanzado en reanudar unas negociaciones de paz ya bien avanzadas con el anterior gobierno; y emplazado también queda el vulgar dictador venezolano contra quien hay que enfilar las baterías propias, peligroso intento por parte de un país vecino, con lo que puede incurrirse en extravagantes gastos militares que comprometen desproporcionadas tajadas de nuestro presupuesto nacional que debieran destinarse a la inversión más importante del país: la educación y la paz. Si la solución negociada del conflicto armado supérstite con el ELN y la diplomacia bilateral con el país vecino quedan archivadas temporalmente o relegadas del todo, las ingentes inversiones para la defensa nacional se estarían ambientando en busca de ulteriores justificaciones.    

Pese a sus claras relaciones con el gran tema de la paz, la cruzada nacional por la educación parecería así estar condenada a seguir al garete. Tema expósito y que nadie cree tener el deber de afrontar resueltamente. Como si fuera un elemento explosivo abandonado a la vera del camino, aunque se sepa que está a punto de estallar; nadie quiere acercarse, tocarlo ni menos desactivarlo. Todos corren despavoridos. Salvo, desde luego, sus naturales beneficiarios o mejor sus verdaderos damnificados: los estudiantes y sus esforzadas familias.

He ahí la razón por la cual los miles de estudiantes en todo el país salen airadamente a protestar resuelta y pacíficamente. Y la joven y bien profesional Ministra de Educación se preocupa; el joven presidente se inquieta. Nerviosamente promete éste unos cuantos miles de millones de pesos para adicionar al próximo presupuesto. Y la protesta de los jóvenes podría continuar porque los ofrecimientos oficiales y la manera como se distribuirán podrían distar mucho de sus expectativas. Y el presidente sube la apuesta por la tranquilidad y busca echar mano, con la eventual cooperación de gobernadores y alcaldes, de un billón de pesos adicionales de las regalías bianuales destinadas a las regiones, las cuales espera sean abundantes según los previsibles niveles en ascenso de los precios del petróleo. Los estudiantes han solicitado, entre otras cosas, desembolsos inmediatos de 3,2 billones para cubrir el déficit del corriente año y compromiso de pagos que en esta década alcancen a cubrir el déficit que se calcula hoy en 15 billones de pesos.  El nerviosismo oficial, como es natural, crece y el problema de fondo podría no haber quedado en lo fundamental resuelto en el sentir de los estudiantes con las nuevas promesas oficiales.

Y las esperanzas de quienes protestan podrían estarse exponiendo, como tantas otras veces aconteció con pretéritos incumplimientos, a nuevos y deprimentes fracasos. Una vez más queda sobre el tapete el irresuelto obstáculo de que nuestro desarrollo y nuestra paz dependen de la inversión sustancial y creciente en educación inclusiva, que rompa la aberrante brecha histórica entre la educación rural y la urbana, que ofrezca a todos acceso a una alta calidad académica y que se ajuste a las exigencias mundiales en la materia. Rezagado el país en relación con la inversión que destinan por estudiante otros países, miembros también de la OCDE a la que recientemente nos afiliamos, tendremos que hacer nuevos y serios esfuerzos en el corriente posconflicto por superar semejante  atraso.

La seriedad y éxito de la airada protesta estudiantil  naturalmente dependerá de que la sigan adelantando racional, pacíficamente, en desarrollo de su derecho fundamental y constitucionalmente reconocido; y de que continúen excluyendo de sus marchas el funesto vandalismo que pondría en severo peligro la licitud, fortaleza y pertinencia de esta relevante protesta que ha debido empezar mucho antes en Colombia , que no se dirige contra el Gobierno de turno, así sea él quien debe ahora soportarla, sino contra la indolente sociedad toda, y que podría continuar con variable intensidad y durante un tiempo prudencial, hasta que las cuantías de inversión en la educación alcancen sus mínimos niveles o, por lo menos, hasta que los compromisos de la sociedad y de los Gobiernos se asuman con la seriedad y la responsabilidad que ellos demandan.

No más burlas e incumplimientos, dirán los quejosos, no más exasperantes e interminables aplazamientos, no más capitulaciones incumplidas, como las que se firmaron por las autoridades virreinales en la colonial Zipaquirá para ponerle fin a los justos reclamos populares de la Revolución Comunera a finales del Siglo XVIII, o como el incumplimiento con el que se vienen amenazando por algunos los acuerdos de paz de La Habana

Paz y educación son un inseparable e insustituible binomio y a todos nos compete contribuir para que se garantice siempre su estable unidad y fortaleza. Es solo así como se llega a la seguridad; no por el camino inverso y largamente intentado sin éxito.  

 

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