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Haciendo País

Poesía y prosa de un acuerdo imperfecto

El autor de “El olvido que seremos” leyó las 297 páginas del pacto de paz entre el Gobierno colombiano y la guerrilla de las Farc y estas son sus conclusiones.

HECTOR ABAD FACIOLINCE
28 de agosto de 2016 - 03:15 a. m.
“Iván Márquez”, de las Farc, con dos familiares de víctimas del conflicto celebran los acuerdos de paz de esa guerrilla con el gobierno de Colombia.  / / AFP
“Iván Márquez”, de las Farc, con dos familiares de víctimas del conflicto celebran los acuerdos de paz de esa guerrilla con el gobierno de Colombia. / / AFP

El Acuerdo de Paz entre el Gobierno y las FARC tiene mucho de poesía (ilusión, alegría, esperanza), pero también mucho de prosa: habrá complicaciones, desengaños, enemigos furiosos, contragolpes… Ojalá no haya atentados ni venganzas, como ocurrió otras veces. Si la gente no ha salido masivamente a las plazas a celebrar con palomas blancas y pañuelos al viento, no es porque no esté contenta, sino porque las nuevas plazas del mundo son las redes sociales y porque Colombia ha tenido tantas desilusiones y los enemigos de la paz están tan llenos de odio, que más vale manifestar nuestra alegría con serenidad, discretamente, sin humillar con tanta felicidad a los que piensan que el país ha caído de rodillas ante el comunismo. Antes de ir a la prosa del Acuerdo, recitemos la parte poética con todo el optimismo que se merece un momento histórico tan trascendental como este.

Este Acuerdo de Paz es un sueño cumplido y una noticia maravillosa para los colombianos. Esta ilusión se había frustrado tantas veces, que ahora parece mentira y todavía no nos la creemos. Como logro político, es el mayor éxito diplomático y jurídico de un gobierno desde que tengo memoria. Su significado es histórico y su importancia social inmensa e indudable. Nuestros negociadores civiles y militares, sacrificados y eficientes, se merecen todo nuestro agradecimiento; como mínimo habrá que darles la Cruz de Boyacá por los servicios prestados al país. Y un descanso tan largo como estos años de cansancio. Los efectos benéficos de los diálogos para la disminución de la violencia común y política han sido evidentes incluso desde antes de la firma del Acuerdo: el solo hecho de sentarse a hablar en La Habana moderó el conflicto armado: hubo muchos menos civiles, soldados, policías y guerrilleros muertos. Hoy celebramos este Acuerdo, en un país que de tanto pelear se había acostumbrado a la guerra, como algo maravilloso y extraordinario, como un raro regalo de esperanza. Colombia ha sufrido tanto, hemos tenido tantas víctimas y tanto dolor, que este Acuerdo nos llena de orgullo y felicidad. El futuro, al fin, parece tener una cara distinta, una cara de dicha.

Dicho lo anterior, sin embargo, hay que entrar en la prosa del asunto. Lo primero que hay que decir es que el texto mismo del Acuerdo es lo menos bueno de todo el Acuerdo, por mucho que un mamotreto así haya sido necesario o inevitable para equilibrar tantos temores, obligaciones y para conciliar intereses opuestos. De la Calle y Jaramillo querían la cárcel para sus adversarios, pero no la temían para sí. La guerrilla no aceptaba “las mazmorras del régimen”; pretendía un premio y no un castigo por sus muertos. Se encontró un punto medio. Por eso el texto es complejo, farragoso y difícil de leer.

Para empezar, es mucho más largo que la misma Constitución. Consta de 297 páginas en letra menuda o, para ser más precisos, de 128 mil palabras, cuatro mil párrafos, 839 mil caracteres y se requieren al menos ocho horas de concentración para leerlo bien. Toda una novela, y no muy amena: pesada, repleta de formalismos y de siglas, de parágrafos, repeticiones, notas y salvedades. Hacía mucho no me fatigaba tanto leyendo. Es como leer 300 páginas de instrucciones de uso de un aparato completamente desconocido para nosotros: el mecanismo formal y legal de algo muy extraño para Colombia, la paz.

Si quitamos adverbios, artículos, preposiciones y conectores lógicos, la palabra que más se repite en el Acuerdo es precisamente la palabra “acuerdo” (1024 veces). La sigla FARC está escrita 597 veces, la palabra “gobierno” 513 y la palabra “paz” se repite 502 veces. Para encontrar en el texto una cosa palpable, no sustantivos abstractos como “derecho”, “participación” o “proceso”, hay que buscar mucho. El más frecuente es “arma” (200 veces), pero como ven todavía es un sustantivo genérico: no es un fusil, una pistola, una granada o un revólver. En general todo el texto del acuerdo está hecho de ideas, de aspiraciones, de filigranas jurídicas o de propósitos bien intencionados, pero uno nunca sabe si las grandes palabras (justicia, verdad, reconciliación, igualdad, derechos) van a encarnar en realidades concretas.

Uno descansa cuando lee algo exacto que se puede tocar con las manos: cada guerrillero raso recibirá 689 billetes de mil pesos mensuales durante dos años. Se podrá estar de acuerdo o en desacuerdo con este sueldo, pero al menos se entiende. Es mucho más fácil que descifrar parrafadas jurídicas de bostezo como “el espacio de interlocución y seguimiento para la seguridad y protección de las y los integrantes de los partidos y movimientos políticos y sociales, especialmente los que ejerzan la oposición, y el nuevo movimiento que surja del tránsito de las FARC-EP a la actividad política legal y de sus integrantes en proceso de reincorporación a la vida civil…”. Mientras uno medita en quiénes serán “las y los” integrantes de los movimientos en tránsito, le echa humo el cerebro. El Acuerdo abusa del lenguaje incluyente, tiene más incisos, límites, plazos y salvedades que la promesa de compraventa de una hacienda, y creo que en últimas se prestará para muchas controversias en las que todas las partes (según como interpreten el texto) tendrán la razón, y entraremos en una maraña jurídica sin fin para desenredar el enredo. Pero en fin, discutir por una interpretación, será algo que cae en el terreno de la política y no de la guerra.

Aun para un lector entrenado y voluntarioso, recorrer las páginas del Acuerdo es tedioso y demorado. De inmediato se nota que el documento fue redactado, corregido, revisado e intervenido por muchas manos, y que cada una de esas manos quiso introducir incisos y precisiones, excepciones, leguleyadas, minucias jurídicas y requisitos especiales. Por eso leerlo produce una especie de mareo, hasta que comprendemos que lo típico de un buen acuerdo es que no deje a nadie del todo contento. Se entiende que en un tema tan difícil, en un texto que intenta preverlo todo, haya hallazgos y soluciones originales, pero también que algo tan ambicioso y grande no puede ser perfecto: por largo y detallado que sea un escrito, la realidad es siempre más compleja, impredecible y creativa. La realidad sorprende siempre. Aunque crean que todo está en el documento, siempre habrá alguna cosa que quedó por fuera, no fue bien definida o no quedó clara, y habrá que sentarse a resolverla sin pegarse al texto del Acuerdo como si fuera la Biblia. El papel lo aguanta todo; habrá que ver hasta dónde vamos a ser capaces de hacer realidad los sueños, porque la realidad es mucho más difícil de corregir que los escritos, y casi nunca se parece a ellos.

En cuatro años de discusiones sin fin, de rabia, cansancio, disputas, desencuentros, intermediarios, reconciliaciones, etc., me imagino que era inevitable producir un documento que a veces parece un quebradero de cabeza. Las FARC, en su misma inseguridad, y por mucho que lleven medio siglo en la selva, son tan santanderistas como el resto del país. Se dice que Colombia es una de las naciones con más abogados por habitantes de la Tierra. De alguna manera el Acuerdo es un selfie de lo que somos los colombianos: un país florido y barroco, contradictorio, embelesado en una verborrea incontenible. Pero si no fuera así, tampoco habrían podido firmar nada. Para avanzar hay que ceder, así sea a costa de la brevedad y de la claridad. Aquí nadie queda contento si no consta en el acta la más pequeña ocurrencia de su propia cosecha. Si queda escrita y firmada, todos quedan felices y sienten que derrotaron al contrincante con los propios argumentos. Así que bienvenida esta explosión de palabrería, si esta sustituye la explosión de fragmentos y esquirlas de artillería. De eso se trataba, ¿no?, de reemplazar las balas (y me perdonan) por babas. Al menos estas últimas ofenden, cansan, fastidian, pero no matan.

Una vez hecha esta crítica inevitable al texto de los Acuerdos como tal, podemos volver otra vez a la poesía de lo conseguido en La Habana, a la sustancia, a su significado simbólico, y también a sus efectos concretos y reales en el nuevo país que tenemos. Desde este jueves 24 de agosto de 2016, desde el punto de vista del ánimo y de las sensaciones, Colombia es un país diferente. Dos partes que se odiaron, combatieron y mataron durante decenios, se dan la mano y resuelven que no se van a seguir matando. Los enemigos a muerte deciden dejar de ser enemigos para ser adversarios políticos sin armas. ¡Por Dios, con todas las leguleyadas farragosas que quieran, esto no es poco, esto es de verdad grandioso y nuevo! Ojalá Uribe nos hubiera dejado leer los acuerdos de Ralito; ojalá nos hubiera invitado a las víctimas a hacer las paces con los paramilitares; ojalá hubiera convocado a un plebiscito en el que yo también habría votado sí, como votaré en este.

Lo conseguido por Santos es lo que todos los gobiernos colombianos venían buscando al menos desde los tiempos de Belisario Betancur: acabar con un conflicto que no solo trajo muertos, sufrimientos, mutilaciones, huérfanos, viudas, desplazados y destrucción sin fin, sino que incluso propició la creación y la reproducción de otros males tan horribles o incluso peores que la guerrilla: los paramilitares y los mafiosos. Sin guerrilla no habría habido AUC, y sin un Estado que debía pelear en tantos frentes, los narcos, los delincuentes comunes y demás ilegales no habrían ganado tanto espacio y tanto poder destructivo en campos y ciudades, e incluso en el alma misma de la guerrilla, que muchas veces pareció podrida y sin remedio. También parte del ejército se corrompió con la guerra y se volvió aliado de criminales sanguinarios. La guerra sucia nos hizo ver todas las mentiras de una democracia que parecía falsa e hipócrita. Esta paz le permite también regenerarse a esa parte del ejército que traicionó los ideales de la justicia.

Es natural que un sueño tan antiguo despierte envidias y resentimiento. Belisario ya está curado de espantos y se va por el sí sensatamente. Pastrana y Uribe –y es muy humano– se sofocan de celos. Hay que entenderlos. Le ponen la máscara de la “impunidad”, la “traición” o el “engaño” a un sentimiento personal comprensible: Santos está logrando lo que ellos no pudieron por mucho que quisieran. Por eso intentarán aguar la fiesta el 2 de octubre. Nuestra alegría será más grande que su amargura por el éxito ajeno.

Desde hace decenios era claro que lo primero para poder encaminar a Colombia por una senda de justicia, democracia y desarrollo era acabar con esa anomalía del conflicto armado interno. El pueblo le dio un mandato a Uribe para destruir a la guerrilla, y él avanzó en ese propósito, pero no logró aniquilarla y al final de su segundo mandato las posibilidades de derrota total se estancaron. Era el momento de un cambio estratégico con una guerrilla debilitada, y Juan Manuel Santos, como un gran estadista, olió la ocasión perfecta. El segundo mandato que el pueblo le dio a Santos fue tan claro como el que antes le había dado a Uribe: ¡Consiga la paz con las FARC! Y acaba de lograrlo. Es un éxito inmenso, apabullante. Y un éxito tan grande que, si es sensato, deberá asumir con humildad e inteligencia. A veces ganar puede incluso ser más difícil que perder, y aquí el gobierno ganó por goleada. Ahora le toca administrar generosamente la victoria. Aun con el Premio Nobel, que seguramente le será concedido, Juan Manuel Santos tendrá que ser muy humilde y muy sabio en este triunfo histórico para poder dejarle al próximo gobierno –ojalá con un presidente amigo de la paz– un escenario de posconflicto ya trazado, una senda tranquila de reconciliación en que se empiece a implementar un texto muy ambicioso y complejo, y no un camino de escollos, un embrollo de peleas, polarización y violencia física o verbal. Ahora, al empezar la dura fase que llega siempre tras un armisticio, el presidente necesitará más que nunca serenidad, seriedad y humildad para afrontar las dificultades políticas, sociales y económicas que vendrán.

El tribunal especial para la paz y las comisiones de verdad servirán para saber verdades incómodas, pero no deben usarse para reabrir heridas, sino para sanarlas y seguir adelante. Colombia ha sido capaz de sobrevivir sin disolverse a medio siglo de violencia y dolor en todas partes, sobre todo en el campo. Si con semejante violencia, con cilindros bombas, minas antipersona, voladuras de torres, oleoductos y puentes, secuestros, desaparecidos y motosierras, el país ha podido avanzar lentamente, ahora que vamos a vivir en un escenario más pacífico y estable, podemos empezar a soñar de verdad con una democracia plena, menos injusta, más igualitaria e incluyente. Los más entusiastas con estos Acuerdos somos las víctimas, pues nuestra mayor aspiración es que nuestros hijos y nietos vivan en un país mucho mejor que el que padecimos. Después del sí a los acuerdos en el plebiscito, que ojalá los pacíficos ganemos por una mayoría feliz y abrumadora, nos corresponde a todos trabajar por ese país posible, por ese gran país soñado, que el conflicto y la violencia nos negaron desde el nacimiento.

*En el libro “El olvido que seremos” se cuenta la historia de vida del médico y líder de derechos humanos Héctor Abad Gómez, muerto a manos de paramilitares el 25 de agosto de 1987, y se retrata a una generación de pensadores de izquierda asesinada en la década de los 80.

Por HECTOR ABAD FACIOLINCE

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