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Posconflicto y los riesgos ambientales en La Macarena

La paz trae esperanza y también destrucción a La Macarena. Sin la amenaza de los fusiles, las reglas ambientales han perdido fuerza. En los dos últimos veranos se ha multiplicado la pesca y todos han aprovechado para ampliar sus potreros.

Claudia Leal
19 de marzo de 2017 - 10:31 p. m.
En La Macarena hay nerviosismo por la posible llegada de la delincuencia o, peor aún, de algún grupo armado.  / Pablo Mejía
En La Macarena hay nerviosismo por la posible llegada de la delincuencia o, peor aún, de algún grupo armado. / Pablo Mejía

Dos neveras abiertas y carcomidas por la selva constituyen la triste evidencia de que allí —cerca de las bocas del río Duda y en medio de lo que fue la Zona de Distensión— funcionó el Centro de Investigaciones Ecológicas Macarena, una serie de tres campamentos muy rústicos creados por primatólogos japoneses y biólogos de la Universidad de los Andes. También hay ruinas de algunos ranchos, con restos de tejas de zinc y de angeo enredados entre la vegetación. El candelabro y la bota pantanera que encontramos los debió haber dejado el ejército, o tal vez la guerrilla, la misma que en 2002 obligó a un japonés a permanecer más tiempo del planeado y llevó así a los biólogos a abandonar el lugar.

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La Macarena tiene una riqueza biológica excepcional. Con suelos más fértiles que los de la baja Amazonia, soporta una vegetación rica que permite gran diversidad de fauna en altas densidades. Allí conviven, en un mismo espacio, varias especies de micos —como maiceros, aulladores, marimbas y churucos— y hasta varias manadas de cada una. Los biólogos estudiaron estos primates durante 16 años: construyeron historias de cada grupo, detallaron su comportamiento y dieron a conocer, por ejemplo, que los churucos son fundamentales para la salud del bosque porque dispersan las semillas de 150 especies vegetales. También estudiaron paujiles, dantas y hormigas, y tomaron datos sobre la sucesión y composición del bosque, reuniendo un acervo de conocimiento que hizo reconocido al centro en el mundo de investigación sobre ecología tropical.

Regresamos gracias a la calma que ha traído el proceso de paz. Conocí los campamentos como estudiante y tuve la suerte de volver con Pablo Stevenson, profesor de biología de la Universidad de los Andes, quien trabajó allí, inicialmente como estudiante, por un total de cinco años. El viaje resultó agridulce.

Para Pablo, fue doloroso ver las ruinas de la que fue su casa y pensar, una vez más, en las oportunidades arrebatadas por la guerra. Pero el semblante le cambió al ver a sus micos. Ellos estuvieron tranquilos al vernos, como si nadie los hubiera molestado en estos años. “Esa debe ser hija de la mica de frente ancha”, dijo Pablo emocionado recordando a una de las churucas de los grupos que solía seguir. Las trochas, que cruzaban el área de los campamentos y servían para que los investigadores siguieran a los animales e hicieran sus colectas, desaparecieron. Pero el bosque sigue ahí, hermoso e imponente, aunque también frágil.

Encontramos que en ese rincón de selva, que había logrado el milagro de mantenerse poco deforestado y en manos de los mismos colonos por décadas, hay una nueva familia, que llegó guiada por la lógica de quienes han comprado en años recientes en esa zona del río Guayabero. La mayoría vienen del Caquetá, donde queda poca selva y predomina lo limpio, en busca de una tierra para poner a producir. Pagan $30 millones, si es barato, pero probablemente 100 o más por un terreno que es más montaña (léase selva) que finca. Entregan un avance y quedan debiendo el resto, que tienen que conseguir tumbando, quemando y metiendo ganado. No son colonos en sentido estricto, porque ya no hay dónde fundarse; son campesinos, ganaderos e inversionistas a la vez.

La familia recién llegada había matado una danta en esos días y, no contenta, siguió cazando, pues esa noche escuchamos disparos. Hace unos meses eso no habría pasado. Las Farc y las comunidades establecieron una estricta veda a la cacería de danta y paujil y limitaron la de otras especies. Esas medidas, mantenidas por 20 años, rindieron fruto. Tal vez por eso regresaron los manaos, esas inmensas manadas de cerdos silvestres —de hasta 200 individuos— que desaparecieron en la década de los ochenta. Pero ese poderoso símbolo de la selva está nuevamente amenazado.

Parece que la paz territorial no cobija a los bosques y los animales que constituyen parte del territorio mismo. Sin la amenaza de los fusiles, las reglas ambientales han perdido fuerza. En los dos últimos veranos se ha multiplicado la pesca y todos han aprovechado para ampliar sus potreros. La guerrilla, las asociaciones campesinas y las juntas de acción comunal habían establecido regulaciones a la tala: cuotas permitidas por año y la obligación de mantener un porcentaje de cada finca sin tocar. Aunque no siempre se cumplían, limitaron la destrucción de la selva.

La actual deforestación no es asunto nuevo. En 1948, antes de que a esa zona, y prácticamente a toda el área que rodea la serranía, llegara el primer colono, se creó la Reserva Biológica Sierra de La Macarena. Demarcada en 1965, fue realinderada en 1971, debido a que la avanzada campesina la había reducido casi a la mitad. A pesar de que el Inderena (Instituto Nacional de Recursos Naturales Renovables) estableció varias cabañas en los límites de la reserva y nombró funcionarios para cuidarla, la avalancha colonizadora continuó imparable. Campesinos sin tierra siguieron buscando un fundo y trabajando muy duro para levantar en él a sus familias, con la ayuda de un medio generoso que les brindó comida y materiales para subsistir.

La reserva pasó a ser parque en 1989, el mismo año en que crearon el Parque Tinigua, que cobijó los campamentos del Duda y a algunos colonos. Pero el monte siguió reduciéndose, mientras que el Inderena salió de la zona y los campesinos progresaban. Las casas que conocí a principios de la década de 1990, de piso de tierra y casi sin paredes, fueron reemplazadas por dignas casas de tablas, en buena medida gracias al auge de la madera. Ese auge no dejó ni un cedro macho en pie, pero, sobre todo, permitió conocer las selvas y colonizarlas. Luego vino la ganadería, con apoyo de la guerrilla, que ha permitido comprar paneles solares y ha proporcionado recursos para solventar tantas necesidades.

Esas economías (mucho más que la coca en esa zona) también financiaron la apertura de vías. Hablar de las carreteras de las Farc es una verdad a medias, porque fueron campesinos quienes las trazaron y las construyeron. Todos contribuyeron y están —con toda la razón— orgullosos de ello. Son historias épicas allí donde las ayudas estatales han llegado a cuentagotas.

Pero ese progreso se logró en medio del conflicto. Los campesinos tuvieron que soportar la arrogancia de las Farc durante el despeje: burbujas que pasaban rápidas por las nuevas carreteras dejando empolvados a los de a pie y voladoras que amenazaban voltear las canoas por el río. Algunos trataron de participar en la fiesta uniéndose a las milicias; otros (y hasta esos mismos) pusieron los muertos. Muchos de los llamados niños de las Farc se enlistaron por voluntad propia; total, a esas edades estaban a un paso de vivir como adultos, las mujeres amamantando y los hombres ganándose un jornal. Pero a otros se los llevaron a la fuerza, y no hubo súplica que valiera.

Tras el fin del despeje vino el terror de las bombas, que lanzó el Ejército y llegaron a hacer arder la serranía durante días. Eso no fue todo. A un presidente de junta lo mataron por equivocación y a algunos de nuestros conocidos los encarcelaron con la falsa acusación de ser líderes guerrilleros, por mencionar sólo dos casos. Las señoras vieron guerrilleras mochas por haber pisado las minas que sus compañeros habían plantado y soldados llorando la pérdida de un amigo. Muchos se fueron. Las historias son interminables y espeluznantes. Fue el horror.

Desde hace ya más de un año se respira un nuevo aire. En La Macarena, la paz es muy concreta y su enorme significado está anclado a miles de detalles. “Pude volver a dormir”, me dijo Sofía. Clemencia espera a su hija con ilusión: lleva cuatro de sus 17 años en las Farc y aún tiene la vida por delante. Quieren olvidar, en vez de reclamar cuentas pendientes. ¿Para qué poner en riesgo esta calma?

Claro que hay nerviosismo por la posible llegada de la delincuencia o, peor aún, de algún grupo armado. En esa zona de parques muchos han desarrollado una conciencia ambiental y están preocupados por la pesca y la tala desmedidas. También tienen una expectativa incrédula ante los nuevos proyectos que propone Parques Nacionales y mucho miedo ante la posibilidad de que los expulsen o los judicialicen por vivir donde está prohibido, les dinamiten los puentes o les cierren las carreteras. Varias veces escuchamos: “Estamos aburridos y le vamos a vender a un caqueteño”, lo que sólo ayudaría a acelerar la deforestación.

Con todo, es un tiempo de esperanza. Si en la zona donde estuvo el centro se pueden retirar las minas antipersonal que debe haber, y si los vecinos no acaban con las dantas, tal vez se pueda retomar el trabajo interrumpido hace 15 años. La universidad podría trabajar de la mano de los antiguos guerrilleros, el Ejército, Parques y, sobre todo, la comunidad vecina. Y entonces usted, que lee este texto, podría navegar por el río con esa hermosa serranía de fondo y ver a la hija de la churuca de frente ancha.

Por Claudia Leal

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