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Estoy viva, relato sobre una mujer policía

Esta crónica hace parte del libro "El género del coraje", que contiene cinco historias de mujeres policías víctimas del conflicto armado colombiano. Hace parte de la reconstrucción de la memoria histórica en la institución y el esfuerzo por reconocer el trabajo de más de 16.000 mujeres que hacen parte de la Policía Nacional. 

Andrea Rojas Vega*
09 de marzo de 2017 - 09:18 p. m.
Rosa María Sánchez Bermúdez, cabo primero de la Policía Nacional. /Cortesía
Rosa María Sánchez Bermúdez, cabo primero de la Policía Nacional. /Cortesía

El sonido de los mariachis que celebraban anticipadamente el día de la madre, la noche del sábado 7 de mayo de 1994, se interrumpió con el ruido estridente de la sirena de una ambulancia. Blanca Rosalba Bermúdez, quien hacía parte de la festividad, dijo a su vecina como presagiando el destino: “Mire, mija, unos sufriendo y otros celebrando, ¡esas son las ironías de la vida!”. No sabía que la paciente por quien corrían para salvar su existencia era su propia hija Rosa María, quien acababa de recibir dos disparos a quemarropa, mientras trabajaba en la vecina estación de Policía del barrio La Victoria, situado al suroriente de Bogotá.

Tendida en la ambulancia, la cabo segundo Rosa María Sánchez nunca perdió el sentido y fue consciente de todo lo que sucedió a su alrededor. Del afán del médico y la enfermera que la acompañaban, de los sonidos de los aparatos para monitorear sus signos vitales, de los pinchazos en sus brazos para suministrarle medicamentos, del movimiento del vehículo que afanosamente se dirigía hacia el Hospital La Victoria. Se sentía sorprendida de la calma con la que asumió la situación. Podía morir y lo sabía, pero no sentía pánico. No diferenciaba si era la actitud de quien se entrega al destino y acoge a la muerte, o de quien luchaba por continuar en el camino de la vida con dos disparos en su cuerpo.

En medio de su indecisión respiró profundo y en cada bocanada de aire recordó el momento de orgullo en que inhaló de la misma manera, justo antes de pasar a recibir su insignia de grado como agente de la Policía Nacional, una tarde soleada de junio de 1987, en la Escuela de Carabineros. Parada en medio del campo de fútbol, como en el mismo centro del universo, con la espalda recta, el pecho en alto, su uniforme impecable y la mirada de satisfacción. Eso sí, pesando varios kilos menos que cuando entró a la escuela para iniciar su formación como mujer policía. Por eso, su mamá repetía: “¡Cómo está de flaquita la niña! ¡Será que está pasando malos ratos!”. Para las dos, el proceso había sido más duro de lo imaginado.

El primer día en la escuela ubicada en la localidad de Suba, asumió desde el corte de su largo pelo café oscuro o el trajín de las levantadas a medianoche para hacer ejercicio cargando el colchón al hombro, hasta la comida que siempre le pareció insípida y pastosa, o la dureza de algunas mujeres oficiales que prohibían a las estudiantes hablar con los hombres. Incluso un oficial insistió en que las mujeres no debían estar en la Policía, pero al final del proceso de formación las felicitó de mano, una a una, y las llamó luchadoras. No fue una etapa fácil por su condición de hija consentida de la familia Sánchez Bermúdez, pero al mismo tiempo todos entendieron que ella había alcanzado un sueño.

La penúltima de siete hijos, que habitaba en una casa de rejas blancas situada en el suroriente de Bogotá, siempre quiso ser policía porque sentía que su destino era el servicio a los demás y este era un trabajo para lograrlo. Desde antes de terminar sus estudios de bachillerato en el Colegio Enrique Olaya Herrera, se imaginó vestida con el uniforme verde oliva, patrullando por las calles, lista a ayudar a los niños o a los más necesitados. Nunca tuvo temor a pesar de que, en esos días de la segunda mitad de los años ochenta, la guerra del narcotráfico se asomaba a las ciudades.

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En ese momento, para Rosa María solo existía una palabra en su mente: servicio. Sus padres, Luis Eduardo Sánchez y Blanca Rosalba Bermúdez, le insistieron que buscara otra carrera, una que no fuera profesión de hombres o que las mujeres no se vieran “tan bruscas”. Un secretariado o contaduría quizá, insistían. Pero Rosa María tenía una meta en su corazón.

El río de su memoria se suspende cuando una voz la trae de vuelta a la realidad. Está en una camilla del Hospital La Victoria y una enfermera le pregunta afanosa a quién deben avisar. “¡No me deje morir!”, responde suplicante y una fuerza más allá de lo terrenal la llena de optimismo. “¡Esta batalla no la pierdo!”, se dice a sí misma y de nuevo respira profundo. En su mente están los rostros de sus padres, sus hermanos, sus sobrinos y especialmente el de su hija María Angélica, de tres años. Debe mantenerse con vida, volverse súper heroína para volver a abrazarlos. Además recuerda que ya casi es domingo, Día de la Madre, y que la tradición familiar es hacer fila, del mayor al menor de los hijos, para agradecer a Blanca Bermúdez el esfuerzo por sacarlos adelante.

Sus ojos se llenan de lágrimas. Uno de los impactos de bala atravesó su abdomen aunque no le causó daños mortales, pero el otro le afectó su columna vertebral. “Si sobrevive, no volverá a caminar”, escucha desde que ingresó al pabellón de urgencias. Inhala, exhala, cree que lo peor ya pasó, tiempo después recobra su conciencia y está en una habitación del hospital de la Policía Nacional, adonde fue trasladada. La noticia de lo sucedido se ha propagado en Bogotá, sus fotos sosteniendo una imagen del Divino Niño que le dio una amiga en la emergencia remarcan el hecho. “Cruenta arremetida guerrillera, cabo rechaza ataque del Eln y corre peligro de quedar inválida”, es el eco de las noticias. Ella solo cree que la justicia es de Dios y que su camino está por construirse.

La Victoria

El barrio La Victoria está situado sobre los cerros orientales de la capital, en la localidad de San Cristóbal. Es un sector en el que prevalece la pobreza y la ausencia del Estado, también abundan allí varias comunidades desplazadas por la violencia. Por eso, Rosa María Sánchez supo desde el primer día que había sido asignada a una “zona caliente”, pero eso no le impidió adoptar una costumbre de confianza: saborear un tinto observando el panorama nocturno desde la puerta de la estación. Una rutina para creer que podía intuir el ambiente del barrio con mirarlo y así prepararse para el servicio. Aquella noche del sábado7 de mayo de 1994 parecía tranquila y nada presagiaba que no pudiera terminar su café.

Sin embargo, el sector era peligroso y en esos días se había advertido la presencia de milicias urbanas de la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (Eln). No era fácil distinguir amigos de enemigos porque la disposición de alguna gente en el barrio era ambigua. Dos semanas atrás, en un enfrentamiento con este grupo insurgente en el barrio Juan Rey, había sido asesinado un suboficial de la Policía y el agente que lo acompañaba quedó herido. Tan solo ocho días antes, una patrulla de su estación también fue atacada y crecían los rumores de que los guerrilleros iban a golpear de nuevo. La estación del barrio La Victoria fue ese capítulo elegido y el presagio se cumplió en la víspera de la celebración del Día de la Madre.

Antes de despedirse aquel sábado de mayo, cuando Rosa María fue a dejarle a su pequeña María Angélica, su mamá exteriorizó un comentario cargado de amor y de preocupación: “Cuídese mucho, mija”. Ella la tranquilizó, aunque le hizo una promesa que no pudo cumplir. Cuando Blanca le preguntó si iba a visitarla para la celebración del Día de la Madre, respondió confiada: “Claro que sí, mañana vengo”. Blanca y la pequeña María Angélica se quedaron paradas en la puerta diciéndole adiós con la mano y Rosa María, que había prestado seguridad en varios ministerios y en algunos juzgados, que realizaba patrullajes y requisas sin temor, que le encantaba trabajar con los niños y ya era subcomandante de estación, partió a cumplir su cita con los violentos.

Ese sábado 7 de mayo, no estaban disponibles todos los uniformados de la estación, pues como empezaba el fin de semana, muchos habían pedido permiso para permanecer con sus familias. La subcomandante Rosa María Sánchez se vio obligada a asignar el personal disponible a las labores prioritarias de seguridad. Era la única mujer en la estación y, a pesar de su autoridad, sus compañeros, además de acoger sus órdenes, la protegían y acompañaban a los servicios complicados. Esa noche recibió por radio el mensaje de reunir a los motorizados en el barrio San Cristóbal para una misión especial. Ella quedó al frente de la estación junto al agente Campo Elías Hernández y otros integrantes de la unidad policial salieron a cumplir diversos operativos de la jornada.

Con su habitual taza de café caliente en la mano, desde su mirador personal, salió a cumplir con su rutinaria mirada de inspección. Eran casi las once de la noche. En el silencio circundante solo se oían los ecos de una fiesta cercana. Súbitamente pasó una pareja que Rosa María perdió de vista cuando dobló la esquina y, breves segundos después, la mujer reapareció pidiendo ayuda a gritos porque presuntamente a su esposo lo habían atracado. El agente Campo Elías Hernández tomó la iniciativa y acudió a verificar. Rosa María se quedó expectante en la estación buscando refuerzos. De pronto se oyó un disparo y ella pensó que habían atacado a su compañero, por eso salió corriendo. No tuvo miedo ni preocupación para reaccionar, necesitaba auxiliar a su colega.

A pocos metros de la estación lo encontró en un apremio extraño: traía retenido a un hombre y lo empujaba sosteniéndolo por la camisa, pero detrás venían varias personas amenazándolo y pidiéndole que soltara de inmediato a su capturado. Sin preguntas ni aclaraciones, únicamente acción, Rosa María Sánchez corrió a ayudar al agente Campo Elías para conducir al detenido a la estación y allí aclarar la situación y tomar decisiones. Pero súbitamente, al lado del detenido apareció un hombre que clavó sus ojos en ella como si fuera una fiera a punto de atacar. Antes de que entendiera lo que pasaba, logró ver la pistola que le apuntaba a escasos centímetros y escuchó el disparo que la derribó.

Su compañero reaccionó y también disparó. Ella quedó tendida boca abajo en el suelo, sangrando, incapaz de defenderse y oyendo más disparos a su lado. Otro impacto dio contra su humanidad y lo sintió como un calor abrazante. De repente dejó de sentir su cuerpo y supo en ese instante que no iba a volver a caminar. Uno de los atacantes se acercó a ella, la dio por muerta y se llevó su radio y su arma de dotación. Además se despidió de ella con el peor de los insultos, un putazo cargado de odio y sin remordimientos. Paradójicamente, horas después, el hurto de estos elementos fue determinante para capturar a los atacantes en el barrio Santa Isabel y así desmantelar la célula guerrillera.

Cuando la lluvia de balas cesó y las voces y pasos se alejaron, únicamente quedó el silencio de la noche. Rosa María Sánchez alzó su cabeza y vio el cuerpo sin vida, destrozado por las balas, de su compañero Campo Elías Hernández. En ese instante sintió pánico de morir, de que los atacantes se dieran cuenta de que podía moverse y la remataran, así que permaneció quieta, como si estuviera muerta. Pasaron minutos que parecieron horas y recobró su movimiento cuando escuchó a uno de sus compañeros gritando: “¡Mataron a mi cabo!”. Entonces ella rompió su silencio, sacó fuerzas de donde pudo y con voz firme y la actitud que hasta hoy la sigue acompañando en todo lo que hace, exclamó: ¡Estoy viva!

El mismo grito que ratificó el pasado 20 de julio durante la celebración del Día de la Independencia Nacional. Como desde el primer momento de su graduación en la Escuela de Carabineros, esa mañana revisó su uniforme, detalló su placa y cada insignia lograda en su recorrido en la institución, y luego acudió orgullosa al tradicional desfile militar. Entre aplausos, gritos y flores que la gente arrojó a su paso, ella entendió más la contundencia de su expresión aquella noche triste de mayo de 1994. “¡Cuánto camino recorrido! ¡Cuántos obstáculos superados!”, pensó una y otra vez. Ahora lucía orgullosa su uniforme entre sus compañeros, sentada sobre su silla de ruedas.

“Policía un día y policía toda la vida”, se define hoy a sí misma y, tras un largo suspiro, recuerda cada momento de lo que tuvo que vivir y volver a aprender durante largos años. Desde vestirse sola, voltearse en la cama o bañarse, todas tareas que se volvieron titánicas pero que poco a poco fue dominando e hizo suyas. Evoca también la primera vez que vio su silla de ruedas y tuvo que sentarse en ella. Ese día, su familia creyó que iba a ser el momento en el que Rosa María Sánchez iba a quebrarse del todo, pero ella simplemente anunció que esa silla iba a ser el símbolo del triunfo de su vida sobre la muerte. Por eso la convirtió en una herramienta más para transformar su inobjetable vocación de servicio.

Con el paso del tiempo, se divorció de su esposo, pero encontró un lugar especial en su familia. Además estudió administración de empresas, aprendió a manejar y compró un carro con el que se hace cargo de llevar a sus papás a las citas médicas. Curiosamente es la única mujer de su casa que sabe conducir. Por esa razón, cada cierto tiempo programa un viaje con su familia, con ella al volante, y recorre las carreteras del país sintiéndose libre y poderosa. Ahora conoce la verdadera fuerza para superar cualquier adversidad, y de lo que puede ser capaz una súper heroína como ella, quien nació, en sus propias palabras, totalmente desprovistas de odio, en lo que denomina “el día de mi accidente”.

El desfile del 20 de julio o del Día de la Independencia se abre paso lentamente por las calles del occidente de Bogotá y, al pasar por uno de los palcos, en las graderías Rosa María Sánchez ve a su hija María Angélica, quien la saluda con su mano en alto. Ya tiene 25 años, es su mejor amiga, su mayor motivación, su orgullo personal, su compañera de lucha. Juntas transitaron un camino de dos décadas y ahora sabe que el mejor legado para ella es su ejemplo de perseverancia y empeño, la capacidad de decirle que nada les puede quedar grande. María Angélica sabe que, al día siguiente, su madre cumplirá con su disciplina de incansable deportista.

La esgrima es el deporte paralímpico que se convirtió en el bastión de su fortaleza física y mental. Primero practicó la natación, luego el tiro, pero después encontró una nueva pasión: el deporte de las espadas. Todos los días ensaya y cuando llega al salón de entrenamiento, sus compañeros, todos hombres, todos en sillas de ruedas, sonríen desde que llega. Entre los ruidos de los metales y las luces verdes y rojas de los interminables duelos, han construido un ambiente de igualdad en el que todos se sienten campeones. Rosa María se deleita, el deporte le produce sonrisas de gusto, las mismas con las que salía a trabajar cada mañana, rumbo a la estación de La Victoria.

Muchas otras cosas han cambiado en su vida. El Día de la Madre se volvió a celebrar en casa, solo que ahora la familia agregó una nueva tradición: se conmemoran los años de la segunda vida de Rosa María. Incluso, quince años después de aquel mayo de 1994, llegó vestida de rosa, como una quinceañera plena de ilusiones. Lo recuerda mientras respira profundo, como si quisiera capturar todos los momentos. Es su foto mental que atesora siempre.

La gente en el desfile no conoce esa historia, pero igual le grita emocionada porque sabe que saluda a un héroe. Su hija observa con lágrimas de orgullo. Rosa María Sánchez Bermúdez, ahora cabo primero de la Policía Nacional, se siente afortunada porque sabe que otros vivieron situaciones como la suya, pero no pudieron compartir su historia.

Por Andrea Rojas Vega*

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