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Devolviéndole la vida al río Cauca

Con festivales, obras de teatro y bailes folclóricos, 26 mujeres del corregimiento de La Balsa, en Buenos Aires (Cauca), recuperaron el río que durante más de una década fue usado por los paramilitares como cementerio. Piden apoyo para hacer memoria y acceder a la verdad.

Susana Noguera /@011Noguera
25 de febrero de 2017 - 01:39 a. m.
Elba Gladys, Julia Carabalí,  Imelda Solarte  y Lucely Lasso son parte de la Ruta Pacífica de las Mujeres en el municipio de Buenos Aires y llevan siete años revitalizando el río Cauca.  / / Mauricio Alvarado
Elba Gladys, Julia Carabalí, Imelda Solarte y Lucely Lasso son parte de la Ruta Pacífica de las Mujeres en el municipio de Buenos Aires y llevan siete años revitalizando el río Cauca. / / Mauricio Alvarado

Cuando se echa un cadáver al río la corriente se lleva su sangre y heces. A los pocos minutos, por el movimiento del agua, no se puede determinar con certeza el lugar donde fue arrojado el cuerpo. El proceso de descomposición se ralentiza por la temperatura del afluente y no se puede calcular el tiempo en el que el corazón dejó de latir.

Los golpes con las rocas crean nuevos hematomas que confunden y hacen que sea difícil establecer cuál fue la razón de la muerte. A las pocas semanas no hay identificación, ni tiempo, ni lugar. Se borra el crimen.

Eso lo comprobaron las comunidades que rodean el río Cauca. Primero vieron pasar los 100 cuerpos de la masacre de La Sonora, en 1990. Luego los 240 cadáveres de la  violencia sistemática en Trujillo, a finales de los ochenta. Luego los que supuestamente pertenecían al frente Sexto de las Farc. La lista se hizo tan larga, que hoy ni Medicina Legal ni el Centro Nacional de Memoria Histórica, ni siquiera la Fiscalía, saben cuántos fueron. Pero estiman cientos.

Cuando el bloque Calima, de los paramilitares, se dio cuenta de que los registros de homicidios se estaban disparando en Santander de Quilichao (Cauca) optaron por llevar a sus víctimas hasta el corregimiento de La Balsa. Este pequeño caserío, a media hora del casco urbano de Buenos Aires (Cauca), queda a orillas del río Cauca. El mismo por el que desaparecieron los cadáveres que nunca pudieron velar a sus familiares. 


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El río Cauca, a la altura del corregimiento de La Balsa, huele a pescado y el pescado que de ahí se saca sabe a tierra húmeda. En ese punto la corriente no es muy ancha ni demasiado brava. No pareciera ser uno de los afluentes más importantes de Colombia, encargado de bañar las montañas de cuatro departamentos del país. De hecho, un adulto puede nadar de un lado al otro sin mayor problema, eso si tiene cuidado de no golpearse con las rocas que esconde el lecho.

Si un visitante le pregunta a cualquiera de los 3.200 habitantes del corregimiento cuál es el lugar más bonito de su pueblo, seguramente responderá Cauca. Así llaman al río, por su primer nombre. Sin la formalidad de “río”. Se arrullan todas las noches con su corriente y se levantan todas las mañanas a prever, según el color del agua, si lloverá: cuando el río está de color barro significa que hay nubes de rocío bajando desde la montaña y entonces dicen “la pesca será buena”.

El pueblo logró volver a disfrutar del río gracias al trabajo de varias organizaciones, una de ellas la Ruta Pacífica de las Mujeres. Estas madres, maestras, campesinas y artesanas ayudaron a revivir el río que tras el asiento paramilitar en la región sirvió de fosa común.

Son 26 compañeras que llevan siete años reconstruyendo lo que por esos años pasó. Los partidos de fútbol, los festivales de verano, las charlas en el porche de las casas, para aprovechar el sereno de las cálidas noches caucanas. Los sancochos domingueros de pescado con pipilongo, una yerba que crece sólo en esa zona. Todo fue prohibido y normatizado por los “paras”.

De regreso al río

El punto de quiebre fue una tarde de 2007. Así lo recuerda Elba Zamora, una de las líderes de la Ruta Pacífica de las Mujeres, coordinadora del grupo de adultos mayores del corregimiento y una de las mejores cocineras de sancocho de pescado, asegura.

Elba explica que las cosas no empezaron a cambiar en 2005, con la firma de la Ley de Justicia y Paz y la desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia. “Eso fue por allá entre los líderes”. Se materializó en la vida de los boanerenses dos años después.

Con la salida de los violentos, fueron ellas las que empezaron a unirse para sanar sus heridas. Crearon una organización de víctimas que llamaron Renacer Siglo XXI y se aliaron con Ruta Pacífica. “Lentamente aprendimos a hablar de lo que había pasado. Muchas veces uno piensa que lo mejor es meter todo en un baúl, en algún lugar de nuestra mente y echar la llave al río, pero resulta que no. Lloramos, hicimos memoria y estrechamos lazos de hermandad”, cuenta Elba, sentada en una mecedora en su casa, sala de reunión de las mujeres de la zona.

- Recuerdo que había un señor, se llamaba Raúl. Les pidió (a los paramilitares) que no mataran dentro del pueblo, que nosotros no estábamos acostumbrados a ver tantos cadáveres. Ellos empezaron a llevar a sus víctimas a una finca a unos 300 metros del pueblo. Lo empezamos a llamar El Matadero. Unos meses después de que se desmovilizara el bloque, de la montaña bajó una avalancha y lo único que se llevó fue ese pedazo de tierra.

Las mujeres, convencidas de que el mismo río las estaba ayudando a superar el dolor, hicieron un pequeño homenaje.

Estos actos de memoria y perdón se realizaban en medio de enfrentamientos entre las Farc y la Fuerza Pública. Las barricadas en el municipio de Suárez siguen en pie y son testigos de lo dura que fue esa guerra.

Las comunidades del norte del Cauca, desde finales de la década de los 60, sufrieron con las tomas guerrilleras del frente Sexto, la columna móvil Jacobo Arenas y el frente 60, del bloque Comandante Alfonso Cano. Según cifras de la Fundación Paz y Reconciliación, entre 2011 y 2012, en el departamento se presentaron cerca de 300 hostigamientos con explosivos o francotiradores, combates, carros bomba y estallidos de minas atribuidos a esta guerrilla. En 2013 fueron 220.

A pesar de eso las mujeres de La Balsa estaban resueltas a reconstruir su pueblo y para ello debían erguir su columna vertebral: el río Cauca. Se dedicaron a promover y acompañar eventos comunitarios. Hicieron actividades para los viejos y los más jóvenes. Volvieron a realizar los tres festivales tradicionales en La Balsa desde tiempos de la Colonia, pero no se hicieron en los tiempos de la guerra. “Al principio la gente de otros pueblos nos llamaba para preguntar si ya todo estaba bien. Nosotras contestábamos seguras que ya podían volver a disfrutar de nuestras fiestas y nuestro río”, cuenta Imelda Solarte.

Ella, a sus 55 años, se levanta temprano todas las mañanas, se echa un machete al cinto y va a su parcela a cultivar, abonar o recoger papas, piñas y naranjas. Se acostumbró a esa rutina desde que se convirtió en madre cabeza de hogar, después de que los paramilitares mataran a su esposo, y no es capaz de aminorar la marcha aunque sus cuatro hijos ya están grandes. “Espero ver a mi gente caucana tranquila, productiva y orgullosa”, dice ella y enfatiza con el puño cerrado.

En sus tiempos libres Elba, Imelda y otras 24 mujeres participan en una obra de teatro que narra lo que vivieron en la guerra. Se titula De fuegos de guerra a juegos de paz.  Es un ejercicio de memoria y se integra con proyectos artísticos de mujeres en Popayán. Esperan presentarlo en Cali y otras ciudades grandes del país este año.

Esperan, también, construir verdad, así que están contribuyendo a la Comisión de la Verdad de la Ruta Pacífica, un documento académico que reúne las violencias que vivieron cientos de mujeres en diferentes partes del departamento. Este es su primer ejercicio político que va más allá de la región y tiene la ambición de impactar al país.

¿Por qué los paramilitares eligieron su vereda? ¿Será que llegaron atraídos por la minería ilegal que abunda en las montañas de la zona? Si ese problema no se resuelve, ¿podrían volver? Se preguntan estas mujeres en las diferentes reuniones que han tenido para aterrizar su historia. También tienen inquietudes sobre la propiedad de las tierras en las que se asentaron los paramilitares. ¿Quién se quedó con esos lotes? Responder estas preguntas, aseguran, es vital para que haya un verdadero cambio en La Balsa y sus nietos no tengan que vivir ni contar la guerra y la pobreza.

Por ahora, el tiempo se va en solucionar lo imprescindible: impulsar la construcción del acueducto y el alcantarillado del corregimiento. Y si los sueños alcanzan, pensar en la adecuación de una escuela de fútbol para los niños y las oportunidades de educación superior para los jóvenes. Lo urgente, por lo pronto, es crear oportunidades de empleo, ya que la mayoría de las familias no cuentan con ingresos fijos. 

Mientras las mujeres narran sus planes a futuro, por La Balsa pasan las camionetas del Mecanismo de Monitoreo y Verificación. Van a la Zona Transitoria de Normalización en la vereda La Elvira, a una hora. Allí, el frente 30 y el Alfonso Cano de las Farc se aprestan a dejar las armas. “Siento que esta vez algo sí va a cambiar, espero no equivocarme”, susurra Elva.

*Este viaje se realizó con el apoyo de la estrategia De igual a igual de ONU Mujeres, en alianza con la Embajada de Suecia en Colombia, e implementado por el Consorcio ECHO Caracola. Busca destacar el papel de las mujeres colombianas como constructoras de paz. 

Por Susana Noguera /@011Noguera

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