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Testimonio sobre el libro y la alegría de leer

En los 80 se escribieron las páginas más sangrientas y tenebrosas de la historia de Córdoba. Muchos de los que se quedaron le perdieron el gusto a la lectura.

Ramiro Guzmán Arteaga
21 de agosto de 2017 - 02:53 a. m.
Imagen del río Sinú, centro del desarrollo, los relatos y la historia de Córdoba.
Imagen del río Sinú, centro del desarrollo, los relatos y la historia de Córdoba.

Un día de 1966, me vi metido en un inmenso baúl de mi abuela jugando con unos libros que tenían unas portadas en las que se veían escenas fantásticas y multicolores, con misteriosos personajes que volaban sobre alfombras de finos tejidos; en otras se veían diablos y dioses con alas disputándose la caída al infierno y en otra mujeres en algún cuarto de clima frío. Abrí uno de los libros esperando encontrarme con otras imágenes parecidas a las de la portada, pero todavía no salgo del asombro del desconcierto que experimenté al encontrarme con una cantidad de signos y símbolos indescifrables, que no alcanzaba a interpretar ni mucho menos comprender. Aún no sabía leer.

Mucho tiempo después supe que algunos de esos libros eran Las mil y una noches, La Divina Comedia, y Los Hermanos Karamazov. Debo confesar que ese fue mi primer contacto con los libros y con la literatura, un contacto y lectura de imágenes y no de letras, que se complementaban con la imaginación de los cuentos de brujas que me contaban mis abuelos desde las seis de la tarde hasta las ocho de la noche cuando nos íbamos a dormir tras escuchar la fanfarria que anunciaba en la radio la finalización del programa “RPC Complace”, que era transmitido por la única emisora de Lorica, en el Bajo Sinú, donde me había criado con mis abuelos maternos.

Y fue allí, en El Campano, la finca de mi abuelo, en ese ambiente natural, cuando empecé a entrar en contacto con las primeras letras, gracias a la paciencia de la profesora Betty, quien debía soportar mi ausencia cada vez que yo quería porque el rancho de palma donde dictaba clase a, unos ocho muchachos, era de mi abuelo.

La letra con sangre no entra

Creo que desde entonces nunca más volví a separarme de la literatura ni de la escritura, con la única diferencia de que siempre lo he hecho por pasión y no por obligación, y casi siempre apartado un poco de las estrictas reglas gramaticales que me limitan y en ocasiones me impiden por completo mostrarme tal como soy o tener un encuentro más humano con mis lectores.

Esta alegre experiencia me quedó claramente justificada cuando tiempo después estudié por completo al maestro Gabriel García Márquez y su obra fantástica, literaria, periodística, objetiva, pero sobretodo humana. También comprendí que los libros y la escritura son los que le dan soporte al conocimiento, que su popularización transforma al ser humano individualmente y socialmente, que quien no lee carece de fundamento teórico y siempre se quedará echando un cuento mal echado; que la lectura debe ser una pasión y no una obligación, que a nadie se le debe obligar a leer sino sensibilizar hacia el hábito de la lectura, que quien no lee no escribe porque igualmente carece de fundamento, que los libros son un sitio de encuentro en el que dialogamos con alguien que no está: el autor. En fin, entendí que la letra con sangre no entra, sino con amor.

De la edad de oro al oscurantismo

Tratando de interpretar y comprender la evolución del problema de la lectura en nuestro contexto social y cultural debo destacar, como en otras ocasiones, la época de oro en la que en Montería se percibía en el ambiente el amor y la vocación hacia la lectura; me refiero a la época de los años 60 y 70, y es posible que desde mucho antes, en la que la lectura era algo inherente a la vida cotidiana y académica de la ciudad, en la que no faltaba un lector compulsivo en la familia, en la que los estudiantes de bachillerato amanecíamos estudiando en la Avenida Primera con un termo de café, en la que nuestros padres y madres estaban afiliados al Círculo de Lectores y leían hasta altas horas de la noche, en la que la lectura era un disfrute, un placer. La época en que se compartían libros y contenidos en cualquier sitio de la ciudad; de cuando la biblioteca departamental David Martínez era un verdadero punto de encuentro de lectores y escritores.

La de entonces era una Montería en la espontáneamente se formaban sitios de encuentro y diálogo constructivo con fundamento en la lectura de libros, periódicos y revistas; sitios en los que las tertulias eran una necesidad para dialogar sobre temas de lectura y hechos de la vida cotidiana. La época en la que reconocidos intelectuales se reunían en el los bares: La Cita, El Percal, El Zorba, El Ganadero, El Candilejas. Los fines de semana la cita era en El Tosca (hoy Toscana) y El Club Ghisays, sitios más informales donde los temas eran deportivos porque se hacían las apuestas de la hípica y el fútbol del rentado nacional en los formularios del 5 y 6 y el Totogol.

Para entonces mi padre tenía el Restaurante Zaiza en la calle 32 entre carreras 2 y 3. Los sábados se armaban verdaderas tertulias. Llegaban abogados, médicos, odontólogos, escritores y estudiantes. Allí se leían gratis todos los periódicos. Lo sábados más que un lugar de tertulia era un tribunal porque se reunían magistrados, jueces, fiscales, diputados y abogados. En fin, Montería le rendía culto al libro, a la lectura y al diálogo.

Y en las noches de los fines de semana la intelectualidad de Montería se volcaba a El Palmar, el bailadero de salsa más popular de la ciudad. En El Palmar todos los estratos llegaban. Las diferencias sociales quedaban en la puerta de entrada. Había diálogo constructivo. Se hablaba de los problemas de la ciudad, de lo leído en la semana y se bailaba salsa.

Luego llegó la década aciaga de los 80. La época en que se escribieron las páginas más sangrientas y tenebrosas de la historia de Córdoba. Y la lectura entró en crisis. Decayó. Se deprimió. Los lectores desaparecieron. Muchos se fueron. A otros los mataron. Muchos de los que se quedaron le perdieron el gusto a la lectura porque –dicen- dejó de transformarnos, transformar y no había con quien hablar. “¿Para qué leer?” se siguen preguntando algunos intelectuales de la época. La lectura perdió sentido.

Con la ausencia de la lectura en la vida cotidiana llegó el macartismo, el señalamiento y la etiqueta para los pocos lectores que aún quedaban. La ciudad pasó de la época dorada de la libre expresión a la autocensura. Los intelectuales pasaron a ser tildados de revolucionarios, de subversivos, guerrilleros. Montería se quedó sin intelectuales. La ciudad se quedó sin argumentación teórica. Los debates constructivos quedaron reducidos a la habladuría sin sentido y a la gritería estrepitosa. Todo esto en el contexto de enfrentamientos entre guerrilla y paramilitares producto de la descomposición social. En es entonces cuando emerge una generación con un discurso violento, cargado de odios y amarguras. La generación de la comunicación y el lenguaje de la violencia y el señalamiento sin fundamento. Me explico, leer era motivo para ser etiquetado de subversivo, de guerrillero. Ser culto pasó a ser revolucionario y ser revolucionario a ser subversivo, y ser subversivo era ser terrorista. Hoy esa dialéctica perversa aún persiste.

Entonces ocurrió lo impensable, las páginas de los libros se oxidaron. Los libros fueron rematados a los vendedores callejeros. El Círculo de lectores dejó de vender los clásicos de la literatura universal para centrarse en la venta de la literatura de supermercado, la literatura light, es decir, la literatura de la sola diversión y no de la construcción del intelecto humano. Desde entonces la literatura sin sentido empezó a vender al lado de artículos de belleza y electrodomésticos. “Lleve un libro de belleza y le obsequiamos un secador para el cabello”. Y, desde entonces, nunca más se volvió a leer en la misma proporción ni en los mismos lugares. Los sitios de tertulia desaparecieron. Se cerraron. Quebraron. En fin, Fiódor Dostoievski y León Tolstoi fueron reemplazados por Paolo Coelho y Walter Riso.

Por Ramiro Guzmán Arteaga

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