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“Las Farc siempre soñamos con un país decente”: Timochenko

El máximo jefe de las Farc, organización guerrillera que tras la firma del Acuerdo de Paz está en proceso de desmovilización y dejación de armas para convertirse en un partido político, asegura que “tras cada compromiso hemos dado los pasos materiales para rubricar en los hechos lo firmado. Somos los primeros interesados en la real implementación de lo acordado”.

Timoleón Jiménez*
02 de enero de 2017 - 07:51 p. m.
El 24 de noviembre el presidente Santos y el máximo jefe de las Farc firmaron el Acuerdo de paz en el Teatro Colón de Bogotá. / Cristian Garavito
El 24 de noviembre el presidente Santos y el máximo jefe de las Farc firmaron el Acuerdo de paz en el Teatro Colón de Bogotá. / Cristian Garavito

He querido escribir estas breves reflexiones de fin de año, que a la vez espero representen un sincero homenaje a la memoria de don Guillermo Cano, insigne director de ese importante medio, asesinado por mafias narcotraficantes hace 30 años, en coincidencia con la arremetida criminal contra la Unión Patriótica y gran parte del movimiento popular.

Hace cinco años recibí la responsabilidad de dirigir a las Farc como su máximo comandante, tras el aleve asesinato del camarada Alfonso, otro Cano de inmensas dimensiones intelectuales, políticas y humanas que se tragó el torbellino de esa novia envenenada de Colombia, como llamó Carlos Fuentes a la violencia, la verdadera tiranía padecida por nuestro país durante siglos. Un lustro después firmé el Acuerdo Definitivo de terminación del conflicto en el teatro Colón.

Quizás esos acontecimientos simbolizan mejor que nada la impresionante dinámica del cambio de los tiempos. Era yo el encargado por el Secretariado de hacerme al frente de las conversaciones que luego se conocerían como exploratorias, y entonces mi gran preocupación era la permanente comunicación con Alfonso a objeto de recibir la máxima asesoría posible. Desde la Uribe, él estuvo en todos los procesos de paz, ninguno de nosotros tenía su experiencia en ese campo.

Tras su repudiable crimen, en medio de la zozobra producida en los contactos secretos que adelantaba el presidente Santos directamente con él, recibí la notificación de que el presidente Chávez tenía un amplio interés por conversar conmigo, a pedido de su colega colombiano, con el propósito de salvar el proceso de acercamientos. Me duele el alma pensar en su ausencia, así como en la de Fidel Castro, quien también conversó largamente conmigo en La Habana un día.

Fidel se marchó al día siguiente de la firma en el Colón, como si hubiera estado velando juiciosamente que lo que había hecho posible su pupilo de Venezuela, llegara a feliz término antes de viajar a abrazarse con él. Quisiera pensar que lo halló conversando con Alfonso y celebrando el Acuerdo soñado por todos durante tantos años. Las mentes más preclaras de la revolución latinoamericana contemporánea habían trabajado por él y merecían regocijarse.

El temible eje Chávez, Fidel, Farc, que el imperio denunció con estridencia desde comienzos de siglo, se había encargado de coronar su máximo trofeo, la solución política al conflicto colombiano. Todo lo contrario de lo que la propaganda y el poder mediático corearon durante años, siguiendo el sonsonete hueco de presidentes colombianos como Valencia, Turbay, Uribe y otros. Quedaron en evidencia quienes quisieron siempre la guerra.

Así como que ella fue siempre el producto de la avaricia de una clase terrateniente dominada intelectualmente por el más ciego fanatismo. La misma que tildó de comunista a Alfonso López Pumarejo por promover la Ley 200, sobre tierras, en 1936. La que impuso el Pacto de Chicoral a Misael Pastrana para echar atrás los rasgos progresistas de la reforma agraria de 1961. La que condena enfurecida la legislación sobre víctimas, restitución y los Acuerdos de La Habana.

Desde luego que esa clase sola no hubiese podido hundir impunemente a toda una nación en una guerra fratricida de más de medio siglo, sin contar con una poderosa influencia derivada de sus vínculos con otros importantes actores de los campos nacional e internacional. Sectores del gran comercio, del empresariado en pugna con los sindicatos, de la banca adquirente de latifundios de deudores morosos, encontrarían muy provechosa su alianza con los señores feudales.

Y todos ellos hallarían elementos suficientes para convivir con los intereses de los conglomerados transnacionales interesados en la agricultura para la exportación, la explotación de ricos recursos mineros y el negocio de los hidrocarburos. En ellos apuntalarían también los Estados Unidos su injerencia en el país, sobre la base de sus intereses geoestratégicos de dominación, primero contra el mundo comunista y luego contra cualquier otro posible rival.

No ha sido fácil para nosotros conseguir el quiebre de semejante confluencia de carácter lucrativo. Sin embargo, en ello hemos empeñado nuestros esfuerzos a lo largo de muchos años. La guerra no puede ser el destino de este país, sentenció con brillante inteligencia el camarada Jacobo en los años ochenta del siglo pasado. Buena parte de los sectores populares victimizados por la violencia lo tuvieron siempre claro, pero conseguir un consenso mayoritario era mucho más complicado.

Recuerdo ahora el escándalo que generaron a raíz del viaje de Joaquín Gómez a La Guajira a comienzos del año que acaba de terminar, a fin de cumplir con la pedagogía por la paz acordada por ambas partes en la Mesa. La misma expresión, conejo, como quien se aprovecha de algo y evita cualquier pago por ello, se empleó por esos sectores de ultraderecha cuando se logró concretar el Acuerdo Definitivo después del fracaso en las urnas del oscuro plebiscito del 2 de octubre.

Por cuenta de la guerra con las Farc no ha vuelto a llegar un solo soldado o policía herido o muerto a instalaciones hospitalarias. Ni existe un solo secuestrado en el país. Ni volvieron a reclutarse colombianos o colombianas para la guerrilla. Cesaron los asaltos, las emboscadas, los atentados, el sabotaje económico, el cobro de impuestos, el clima de tensión en las zonas en conflicto. Sólo un poseído o un embustero incorregible pueden negarlo.

Este año firmamos el cese de fuegos bilateral y definitivo, el acuerdo para la dejación de armas, el pacto sobre garantías de seguridad y combate al paramilitarismo. Con el espaldarazo y el aplauso de la comunidad internacional en pleno. Después cerraríamos con Santos en Cartagena el Acuerdo Final. De la gloria pasamos apenas unos días después al borde del infierno con la derrota del Sí. Pero tuvimos la suficiente cordura y entereza para insistir y conseguir lo anhelado.

Y tras cada compromiso hemos dado los pasos materiales para rubricar en los hechos lo firmado. Somos los primeros interesados en la rápida y real implementación de lo acordado. Si algunos mandos optaron en forma aislada por su propio camino a la degradación personal y política, las Farc en su conjunto nos hemos deslindado de inmediato de ellos. Lo saben las Naciones Unidas, las fuerzas militares y de policía, el gobierno y el país entero. Vamos a lo suscrito y punto.

No sólo porque combatimos por ello durante medio siglo, sino porque además lo conquistamos en la Mesa de Conversaciones con muestras irrefutables de honestidad, nuestra meta principal en el momento es la creación del nuevo movimiento político, en el cual todas las Farc amnistiadas e indultadas, resuelta en la Justicia Especial para la Paz (JEP) la situación jurídica de los otros, pensamos actuar en legalidad y rodeados de garantías. Sabemos que millones de colombianos se hallan a la espera del mensaje de renovación nacional que anhelan. Con ellos construiremos un país decente para todas y todos.

La Habana, 30 de diciembre de 2016.

*Comandante máximo de las Farc, que lideró a nombre de esa organización guerrillera los diálogos que el 24 de noviembre terminaron con la firma del Acuerdo de Paz con el gobierno del presidente Juan Manuel Santos.

Por Timoleón Jiménez*

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