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La mala hora: sobre la crisis del proceso de paz

Jairo Rivera
23 de mayo de 2017 - 05:47 p. m.

Su decisión como organización de dejar las armas y transitar a la vida política legal no está en riesgo. Pero el camino por el que se está transitando sí lo está. Y en medio de esos peligros, puede quedar atrapado el proceso de paz y, con él, la más bella oportunidad de futuro para Colombia.

A casi seis meses del inicio del “Fast Track”, no hemos llegado ni al 30% de las leyes a aprobar. De las 26 Zonas Veredales Transitorias de Normalización, ninguna está terminada. De los casi 3.000 miembros de la guerrilla, hombres y mujeres, que están en las cárceles, aún no han sido amnistiados ni la sexta parte. Y encima, mientras asesinan a los líderes sociales, el Gobierno desconoce la rearticulación del fenómeno paramilitar.

Es evidente: en comparación con otros procesos de paz, Colombia está quedando mal parada. Ante este panorama, lo más lógico sería que la institucionalidad amplificara sus esfuerzos para empujar la paz. Pero no ha sido así. Lejos de configurarse como una decisión de Estado, los acuerdos han encontrado obstáculos en todos los poderes públicos.

El Gobierno Nacional, bien por negligencia, desconfianza o desconocimiento, ha sumado varios desaciertos. El Congreso tampoco estuvo a la altura. Y de repente, la Corte Constitucional, que siempre fue el seguro de la Constitución del ‘91 y su promesa de paz, democracia y modernidad, le asestó de un plumazo el más duro golpe a la implementación legislativa del Acuerdo con un pronunciamiento que abre la puerta para una renegociación, o una supresión de lo ya estipulado.

Hace unos días leí un artículo titulado: "A Colombia la gobierna el miedo al uribismo". Estoy de acuerdo con esa idea, y creo que la implementación de los acuerdos tras el plebiscito fue prisionera, entre otros factores, del temor frente a un nacionalismo de derecha en ascenso. Este es el miedo que mueve una buena parte del país y que se cimienta sobre un edificio de mentiras, que gobiernan con igual temor y eficacia a quienes las creen y a quienes no encontraron la forma de afrontarlas desde el Gobierno central. 

Muchos vieron en el pragmatismo de Juan Manuel Santos la principal virtud en su forma de gobernar y atribuyeron a su frialdad y cálculo político parte del éxito de los diálogos de paz. Sin embargo, ese mismo pragmatismo se ha convertido en el peor enemigo del desenvolvimiento de los diálogos: allí, el uribismo encontró un terreno fértil para desencadenar su promesa de "hacer trizas" el Acuerdo.

Casi nadie confía en Santos, llamado a liderar este momento político, y, en medio de esa desconfianza, el país parece cerrar el libro sin haber pasado la página. La excusa fácil es achacar al cúmulo de errores de las Farc durante la guerra el estado actual del proceso. Hacer eso es como echarle la culpa al invitado por el sabor de la sopa. Este acuerdo comenzó con el propósito de curar una herida, y sería absurdo que terminara con una más grande. Los colombianos tenemos una guerra más fuerte amasada en el alma que en los territorios.

La paz es una apuesta ética. El país debe preocuparse con ello, de nuevo. No estamos aún del otro lado, y si este empeño fracasa, tendremos un 2018 en el que, seguramente, el miedo y el odio serán los principales electores. Hay que seguirle exigiendo al Gobierno y a la insurgencia el respeto por la palabra y el sagrado valor de cumplir lo pactado, pero además hay que meterle más pueblo a la implementación. El Acuerdo de Paz está fundamentado en sacar de la guerra y la enorme desigualdad a esa Colombia profunda, olvidada y abandonada.

Debemos extirpar del país la idea que la paz está hecha a la medida de la guerrilla, o a la medida del gobierno. Eso no es cierto. Esta oportunidad de paz es única por una sencilla razón: porque en su implementación está la medida de nuestro futuro.

*Vocero de Voces de Paz en el Congreso

 

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